Ausgabe 2, Band 13 – August 2024
Sobre el modo en que tenemos que pensar
Alcance y sentidos de la justicia y la verdad
Paula Hunziker
CIFFyH-FFyH-IDH
Querría responder aquí a la crítica de Lucas Martín (2022) a un texto mío de 2020, publicados ambos en HannahArendt.net. Dado que Martín me atribuye un sesgo producto de un compromiso político que nunca aclara cuál es, comienzo explicitando mi compromiso con políticas de Estado que defiendan, como lo hicieron en Argentina los gobiernos de los presidentes Raúl Alfonsín con la realización del llamado Juicio a las Juntas1 y Néstor Kirchner con la reapertura de las causas de lesa humanidad2, la opción de la justicia penal en procesos de refundación democrática tras regímenes signados por la desaparición, la tortura, el asesinato y el robo de bebés cometidos por agentes estatales. Tal compromiso, por cierto, es el de buena parte del campo de la justicia transicional en el mundo (Sikkink 2016, Valencia Villa 2008). Mi texto comenta el alcance y la importancia de esas políticas a partir de las cuestiones planteadas por un conjunto de textos que reclaman pensar los límites de la opción penal en Argentina. Digo “pensar” para enfatizar que no me importan los enfoques fundados en clisés como la igualación entre justicia penal y venganza, sostenidos por un arco de actores que va desde los criminales que claman su inocencia hasta quienes, en los periódicos de gran tirada, reclaman la necesidad de una “reconciliación no vindicativa”3, sino las posiciones fundadas en argumentos no concluyentes, que leen de manera novedosa a Arendt para pensar experiencias, como la argentina, que ella no pensó. En este marco, la apelación de Martín a “verdades textuales” o a “verdades de hecho del texto” (2022, 159-60) es ajena no sólo a Arendt, sino a una autora con la que discuto, Claudia Hilb, a quien Martín quiere salvar de mis presuntas distorsiones. Porque tanto Arendt como Hilb han ido siempre más allá de la pura glosa, porque se trata de pensar, con nuestras teorías, experiencias que ya han sido pensadas con otras, y porque las propias teorías tienen siempre muchas lecturas. La escolástica apelación a verdades textuales es el mejor modo de cerrar los debates que Martín dice querer abrir en el mundo intelectual argentino. El arendtiano “pensar sin barandillas” que Martín festeja y (me) reclama concierne también a los modos de leer, que nunca tienen la guía de las respuestas dadas por la tradición. Por ello afirma Arendt la necesidad teórica de experimentar (1996a), imaginar (2005), juzgar (1997). ¿Qué pueden decirnos hoy palabras como verdad, justicia o memoria tal como las usa Arendt, a quien Horacio González definió como “casi argentina” por su libro sobre el juicio en Jerusalén (2021, 351)?
Mi texto de 2020 discute con Hilb, a quien respeto por haber asumido ese desafío. Un desafío que se aplica a la propia obra de Arendt, y a cualquiera: toda lectura es eso que Martín (2022. 159-60) reprocha a la mía: deslizamientos, redescripciones, omisiones, invenciones, no conquista de alguna enigmática “verdad de hecho textual”. Nunca somos del todo autores de nuestros textos: siempre decimos más que lo que decimos, u otras cosas que las queremos decir. Temo ser obvia, pero es que Martín ha decidido algo que Hilb nunca pretendió: que sus textos contienen un conjunto de verdades incómodas que debemos asumir, y que quienes discutimos algunas de sus ideas estamos negando o deformando esas verdades. Para que quede claro: hay en el pensamiento de Hilb un ejercicio reflexivo-especulativo que destaco y celebro (lo enfatizo porque Martín parece no entender que las ideas de Hilb son eso, ideas, no “verdades de hecho textuales”). Lo que sí vale hacer ante la especulación es pedir precisiones, o interpretar las indeterminaciones de los textos. Para el caso: de los textos de Hilb, de sus fuentes y de sus inspiraciones. Mi artículo de 2020 se ocupa de un conjunto de textos en los que Hilb reflexiona sobre los límites de los procesos penales por crímenes de lesa humanidad realizados en Argentina inspirada en la obra de Arendt y en una cierta lectura de la experiencia de la Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica.
La tesis de Hilb es que en Argentina se “optó por la justicia”, y que, tal vez (y tal vez justo por eso), se pagó un precio en verdad: “Es probable que en un caso –el de Argentina– la resolución haya pagado un precio en verdad; es probable que en otro caso –el de Sudáfrica– se haya pagado un precio en justicia” (2013a, 44). Si bien falta aclarar, aquí, cuál es el tertium comparationis (respecto a qué se “ganaría” o “perdería”), la idea se entiende: en Argentina se obtuvo una “verdad suficiente” para hacer justicia castigando a los mayores responsables de crímenes de lesa humanidad (Hilb 2012, 196; 2013a, 46), pero se perdió en “verdad”. A partir de la experiencia sudafricana de la CVR, por “verdad” Hilb parece entender (no hay ironía, como cree Martín, en ese “parece”, que solo busca dejar dicho que mi lectura es una lectura) la que podría emerger de la colaboración de los victimarios (a través de la exposición pública de sus crímenes) en la “producción de la verdad” (Hilb 2012, 199) sobre ellos. Esa verdad tendría dos modos: “la verdad necesaria (sobre el) destino de los desaparecidos, la identidad de los niños apropiados” (id.), y la que nacería de “la confrontación de los propios perpetradores (…) con sus crímenes” (id.). Es sobre todo para hablar de este último tipo de verdad –una verdad “moral”, a partir de la cual nos movemos en el terreno de la interpretación teórica y de la posibilidad– que Hilb apela al vocabulario moral de Arendt (a términos como perdón, diálogo consigo mismo, arrepentimiento) para completar su análisis. En 2020 no me concentré en esa interpretación, porque me parecía relevante una tarea previa: evaluar con más precisión, también con Arendt, la institución misma de la justicia y su posible aporte a las ideas de verdad y de reconciliación, algo que podría ayudarnos a pensar el caso argentino de otro modo. No me propuse hacer una crítica de ese intento de articular la pretensión normativa del modelo sudafricano y algunos conceptos de Arendt, sino complejizar la pregunta por lo que se perdería si se negociara impunidad (o reducción de penas: lo veremos) por la posibilidad de una “verdad” dicha por los perpetradores. Subrayo posibilidad, porque no es mi texto el que navega en el río de lo que podría ocurrir, como afirma Martín. Se dirá que Hilb apela al caso concreto de Sudáfrica, y que su argumento se sostiene sobre lo efectivamente ocurrido en ese caso, pero lo cierto es que lo efectivamente ocurrido ese caso estuvo lejos de lograr que los grandes agentes del mal decidieran decir públicamente la verdad. Hay que tenerlo en cuenta antes de entrar en el terreno de la posible capacidad de ese decir verdadero de generar efectos de arrepentimiento, perdón y reconciliación.4 (No dudo, como se horroriza Martín, de lo ejemplar del “nuevo comienzo” de Mandela: no es el punto, ni para mí ni para Hilb. Pero si el argumento apela a esa experiencia concreta, es problemática –además de curiosa en un lector de Arendt– la defensa que hace Martín [2022, n.] de la “prescindencia del registro empírico”. Son materia de polémica tanto la efectividad como la ejemplaridad y la justificación del modelo sudafricano, que, por cierto, no toma sus ideas de Arendt, sino de un vocabulario religioso cuyos límites Arendt señaló muchas veces.5)
Por ello, en 2020 me concentré en dos cosas: en los juicios realizados en Argentina, intentando dar otro marco para pensar su alcance y sus sentidos en materia de “verdad”, y en los supuestos que llevan a pensar, creo que de manera errada, los límites de la vía judicial. Que por cierto existen, pero que no creo que sean los que Hilb señala. Aquí invertiré el proceder argumentativo: partiré de mi lectura de Hilb, que es el principal objeto de la crítica de Martín, para lo que analizaré su lectura conjunta de Arendt y de la experiencia sudafricana, y luego retomaré brevemente el análisis de los juicios llevados adelante en Argentina. Hilb parte de asumir que en la escena judicial argentina no se ha producido la exposición pública de todo lo que habría sido deseable que se hubiera dicho ahí. En el caso de los perpetradores, porque esa exposición los incriminaba. En el de las fuerzas insurreccionales –donde, dice, “se contó la mayor parte de las víctimas” (2012, 191)–, porque su misma posición de víctimas les impidió exponer la verdad de su responsabilidad en el advenimiento del terror.6 La ardua fenomenología que propone nace de esta hipótesis: gracias a una interpretación que conecta la obra arendtiana de los 50 –en especial el Diario Filosófico, el artículo “Comprensión y Política” y las páginas sobre el perdón en La condición humana– con la de los 60 –sobre todo la idea de que pensar supone una relación moral con nosotros mismos y con lo que hemos hecho que puede tomar la forma del “arrepentimiento”–, Hilb afirma que en Argentina la escena judicial ha brindado castigo a los mayores criminales (2012, 199), pero no un dispositivo institucional para decir una verdad moral sobre lo que (nos) hemos hecho, una especie de confesión pública que podría habilitar la posibilidad del arrepentimiento (para los que pueden pensar, esto es, entrar en un diálogo consigo mismos), del perdón y de la asunción de una responsabilidad común, base de la reconciliación. Esto último habría quedado “impensado en la Argentina posdictatorial” (ibid., 196).
Creo haber repuesto el argumento de Hilb, en 2020 y ahora, con fidelidad, intentando comprender su sentido y consecuencias. Pese a ello, Martín me imputa una reconstrucción falsa, en especial en relación con la acción específica que propondría Hilb sobre el dispositivo penal: me atribuye decir que Hilb propone una “supresión” de los efectos de la aplicación de ese dispositivo penal (2022, 166). Basta leer mi texto para verificar que no uso esa palabra. Sí digo que Hilb sugiere la conveniencia de una posible “suspensión” de ese dispositivo o de sus efectos (Hunziker 2020, 95). Volveré sobre esta idea, pero antes hay algo más que considerar: no creo que esté justificada la idea de que ese dispositivo haya obturado u ocluido otros caminos que, de otro modo, se podrían haber tomado.7 Hilb dice que en Argentina
está obturada la posibilidad del perdón porque está obturada la posibilidad del arrepentimiento, y está obturada la posibilidad de reconciliación porque está obturada la posibilidad de asunción de la responsabilidad. En tanto la escena de los juicios dispone el castigo de los hechos como opción exclusiva, el reconocimiento público de los actos, su relato detallado, no sólo no es exigible sino que es contrario al interés del inculpado: su confesión sólo puede contribuir al castigo (2012, 198-9).
Se trata de un supuesto sobre la acción de los juicios que hay que justificar. Como dice Martín, Hilb parte de algunas afirmaciones “de hecho”: la que a él le interesa es la de que los perpetradores han callado sobre sus crímenes (2022, 163). Como dice Martín, esto es algo que nunca se niega en mi texto. Lo que sí niego es que sea indudable la existencia de una correlación entre la aplicación a esos crímenes de la justicia y el silencio de los perpetradores. Martín debe atribuirme una tesis de Hilb para decir después que no soy consecuente con ella: no lo sería si fuera yo la que sostuviera la existencia de una “solidaridad que hasta ahora han mostrado (…) el paradigma punitivo y el silencio de los perpetradores en una suerte de statu quo inquebrantable” (id.),8 pero este es un supuesto de Hilb, no mío: “En Argentina, el dispositivo judicial puesto en marcha tuvo por efecto fundamental la cárcel de los principales responsables, pero también el silencio casi unánime de los perpetradores” (2012, 197). Solo partiendo del supuesto de una correlación entre la opción por los juicios y el silencio de los criminales se entiende la propuesta –que me sería, según Martín, difícil escuchar– de revisar el dispositivo penal para lograr este objetivo por medio de alguna explícita intervención en él. He tratado de reconstruir la posición de Hilb sobre qué habría que hacer a partir de la constatación de la presunta solidaridad entre dispositivo penal y silencio de los perpetradores. En ningún lugar dije que la autora propusiera una “supresión” del primero. Más bien debí lidiar, en mi glosa, con la gran indeterminación de Hilb sobre el sentido en que el Estado debería intervenir en la acción de la justicia, asunto sobre el que sólo sugiere la idea de que se debería establecer un incentivo para que los criminales digan la verdad, que se supone que podría emerger con más probabilidad si se les ofrece, a cambio, una reducción de la pena9 o, bajo la inspiración del caso sudafricano, una amnistía. Por eso usé la palabra “suspensión”, para aludir con ella a lo que me parece que propone Hilb: una explícita decisión del propio Estado de suspender su prerrogativa de hacer justicia al acusado y a la víctima. Que esta sea para Arendt una de las prerrogativas básicas del Estado no deja de constituir un problema para poder calificar como arendtiana la propuesta que estamos discutiendo.
Sobre el otro lado del argumento de Hilb (que a quienes habían pertenecido a las fuerzas insurreccionales la posición judicial de víctimas les obturó la exposición de la verdad de su participación en el advenimiento del terror), habría que decir que, antes que obturar ninguna cosa, la vía judicial permitió el reconocimiento de las víctimas del terror estatal como víctimas: esto ha sido señalado por toda la literatura especializada. La discusión de lo que Hilb quiere discutir, que es la responsabilidad de esas fuerzas en el advenimiento del terror, no puede reclamar como condición, en base a un juicio opinable acerca de los presuntos efectos de la aplicación de la justicia sobre la búsqueda de una verdad “más compleja”, la relativización o instrumentalización de la justicia. Por lo demás, la afirmación de esa correlación también debe ser justificada, lo mismo que la afirmación de Martín, cuya generalidad roza una insensibilidad moral que impide la comprensión, de que las víctimas reconocidas en escenas de justicia “han sido también victimarios”10. Por cierto, en todos los casos Hilb es mucho más prudente, matizada y justa: distingue entre víctimas y perpetradores y no propone eliminar la diferencia entre crímenes de lesa humanidad, imprescriptibles, y otros crímenes ya prescriptos, como los que podrían haber cometido miembros de las organizaciones revolucionarias. Tampoco entiendo que proponga reponer el dispositivo penal, o su amenaza11, para promover la autocrítica que le reclama a un amplio “nosotros” generacional (tan vago que nos exige pedirle mayores precisiones). Más bien interpreto su posición con una invitación a pensar otros mecanismos, junto a los penales, para un decir verdadero de las militancias que optaron por las armas.
Dejando un momento de lado el diagnóstico de que en Argentina podamos hablar de un silencio de los actores de los años 70 que no asumen su responsabilidad, querría plantear –como hice en 2020– algunas dudas sobre esos otros mecanismos que habría que imaginar. Nuevamente, debo señalar que, antes y ahora, he tenido que lidiar con un planteo muy poco preciso. Por eso mi texto plantea más bien preguntas. Si para Hilb el modelo sudafricano, leído con el matiz arendtiano que ella le aporta, permite imaginar una escena que restituya la igualdad para poder volver a actuar, me pregunto: ¿igualdad entre quienes? Hilb afirma que se trata de “meditar acerca de cómo podemos nosotros, los actores de los años de plomo, transmitir a las generaciones sucesivas, treinta años después, un relato que se aparte de la repetición vindicativa o resentida de una fractura que terminó en el Terror” (2013b, 77). ¿Qué fractura es esa? ¿Qué mala división habría que corregir por medio de un dispositivo de igualdad? ¿Es moral y políticamente aceptable, dada la magnitud del daño causado por unos a otros, pensar que se pueda restituir algún tipo de igualdad entre los actores? ¿Con quiénes debe confrontarse esa generación para hacer lo que Hilb dice que no ha hecho: hablar acerca de su responsabilidad en el advenimiento del terror? ¿Con sus torturadores, desaparecedores, ladrones de sus hijos? ¿Con quienes, expuestos al relato detallado de sus crímenes por las víctimas sobrevivientes, no tuvieron una sola acción de arrepentimiento o compasión? Aun sin considerar que la igualación que propone Hilb supone que deberíamos imaginar que esos criminales podrían convertirse en personas morales gracias a la negociación de sus penas: ¿es justificable que un Estado hable como si no hubieran ocurrido el terror estatal y el silencio (aun durante los más de diez años de vigencia de las leyes de impunidad) a fin de crear una escena de igualdad para una posible asunción de un peso común? No me queda claro el alcance y sentido de esa escena ni la justificación de una intervención estatal de ese tipo. Tampoco qué supondría la eventual asunción de ese peso común.
Traigo a Arendt, aquí, para hacer tres observaciones. Primera: el post-scriptum de Eichmann en Jerusalén deja claro que la “asunción común” de actos como los de Eichmann (o Videla, o Massera: es Hilb quien los pone en relación), que implican la destrucción de la comunidad humana, tiene como condición absoluta de posibilidad a la justicia. La justicia nos permite –al menos– castigar esos actos, más allá de la banalidad, bondad o maldad de los agentes, y seguir siendo humanos. Podemos y debemos juzgar a Videla, Massera, Eichmann. Anoto al pasar que Hilb cree que las conclusiones de ese texto de Arendt no se aplican al caso argentino, pues si lo hicieran “Videla, Massera y compañía debieron ser colgados. Pero en Argentina se optó –y a todo honor agregaré– por someter a esos grandes criminales a la justicia ordinaria” (2013, 73). No es así. Más allá de lo que pensemos sobre la pena de muerte y sobre su aplicación en distintos casos, esa pena era la máxima prevista en el orden legal bajo el que se juzgó a Eichmann. No en el orden legal argentino con que se juzgó a Videla y a Massera, a quienes se aplicó la pena máxima ahí prevista: la reclusión perpetua. En ambos casos, se trató de hacer justicia humana. Lo que no podemos hacer es, como si fuéramos dioses, lo que Jesús dijo que había que hacer con los agentes del mal absoluto: tratarlos como si “nunca hubieran existido” (Arendt 2007a, 122). Y esto con independencia del carácter más reflexivo o más banal de esos agentes. Porque no es el carácter de los autores de crímenes contra la humanidad, no es nada del orden de su subjetividad, sino sus actos, los que vuelven necesaria la justicia e imposible la reconciliación con ellos. Encuentro en esta idea, de inspiración arendtiana, una defensa humana de la justicia y sus límites. Martín se equivoca sobre mi objetivo, que no es generar empatía con el lector, sino mostrar las dificultades y los límites –que deben asumir también las víctimas, los familiares y los organismos de DDHH– de lo que podemos hacer para saber algunas cosas que el silencio de los militares –que prolonga su crimen hasta el presente– nos impide saber. Son los actos de quienes desplegaron un plan sistemático de desaparición, tortura y muerte largamente probado en sede judicial los que nos impiden negociar su pena en (hipotético) favor de la verdad.12
Segunda: el carácter reflexivo o irreflexivo de los agentes debería ser determinante, en el planteo de Hilb, para pensar quiénes podrían participar –con algún incentivo como los ya indicados– en un proceso de transformación moral y aportar así a la reconciliación por la que brega, sumo dos ideas de Arendt, también de los años 60, que ofrecen una perspectiva diferente a la suya. Una: Arendt nunca equipara remordimiento y arrepentimiento. Existen agentes malos que, como los grandes criminales de Shakespeare, tienen remordimiento, pero no se arrepienten (Arendt 2007c, 181: ¿no es lo que se deja oír en los discursos de algunos militares argentinos?). Otra: El poeta W. Auden elogia La condición humana en todo menos en su opinión sobre el perdón: le horroriza la idea de que uno perdona el qué por el quién (Hilb glosa esta idea: 2012, 195). Lo interesante es que Arendt admite su error y le da la razón a Auden: “Puedo perdonar a alguien que me ofendió, pero sin perdonar lo que hizo”13. Pongamos esta idea en serie con lo que venimos diciendo sobre Eichmann…, donde Arendt se preocupó por los usos irreflexivos del perdón, a los que antepuso la justicia y el juicio.
Tercera: Arendt establece ciertos límites para una “Filosofía moral” (2007a, 89, 109-10 y 116) respecto de la esfera en la que nos vinculamos con otros. No se trata de escindir moral y política, pero tampoco de fundirlas en un moralismo filosófico ingenuo y peligroso: el principio de la justicia exige que se ponga en el centro de las consideraciones el mundo, no el yo. En “El pensar y las reflexiones morales” Arendt indica los límites del desvelo por el bien de cada ciudadano. Frente a las afirmaciones morales de Sócrates ante Calicles (“es peor cometer injusticia que recibirla” y “es mejor que muchos estén en desacuerdo conmigo que contradecirme”), Arendt dice que la pregunta por la justicia es la pregunta por la justicia en la ciudad, “en el mundo que todos compartimos” (2007c, 178-9). Ante una acción injusta, es la ciudad la que ha sufrido y la que debe actuar. No importa, desde esta perspectiva, si uno u otro se arrepiente o no, ni si es reflexivo o necio o banal. El problema no son los caracteres ni las subjetividades, sino el mundo. Se debe reparar y prevenir para el futuro de ese mundo. Creo que estamos de acuerdo con Hilb en esto. En lo que no estoy de acuerdo con ella es en que sea una buena idea, para el futuro de ese mundo, pensar en dispositivos institucionales para que en él haya menos justicia que la que tenemos.
Dije en 2020 que debemos alentar un debate franco sobre la opción por las armas de organizaciones como Montoneros o el ERP. Pero, además de que ese debate que pide Hilb no ha estado ausente14, no hay buenos argumentos para afirmar que la vía para que haya más, o para que los haya mejores, sea ceder en justicia y establecer una falsa igualdad entre partes no equiparables. Es un precio demasiado alto a pagar por una apuesta moral incierta, al servicio de una reflexión moral y un debate público que se viene realizando sin amenazas de impunidad. Por cierto, no hay ningún ejemplo en esta dirección en toda la obra de Arendt, quien por todas partes insiste, al contrario, en que el mayor problema de los filósofos de la política ha sido justo este: pensar más en la propia alma que en la comunidad y su justicia. No se trata de oponer la moral a la política, pero se debe partir del juicio (Arendt 2007a, 143-50), esto es, de la pregunta colectiva sobre qué entendemos por una comunidad justa, o más justa, luego de ocurridos crímenes atroces. Los juicios de lesa humanidad llevaron a Arendt a hacer esa distinción: el mínimo moral para resistir al mal en una situación totalitaria es una relación reflexiva con nosotros mismos (2007c, 183). Ahora: ahí donde funcionan la justicia y el debate público no debería hacerse nada, como decía Kant, que los haga imposibles en el futuro.15 El criterio es el mundo, no el yo y su reconstitución (Arendt 2007a, 147, y 1996b, 234). Y no creo que haya una noción más amplia de mundo que la que aparece al final de Eichmann… (Arendt 1967, 401): forman parte del mundo todos los que no han contribuido, como los criminales de lesa humanidad en Argentina, a hacer eso imposible.
La otra parte del argumento de Hilb alude a la experiencia sudafricana. Su tesis es que allí se pagó un precio en justicia, pero se ganó en verdad. Pero la base bibliográfica sobre la que sostiene esa tesis es parcial y sesgada, y por eso sugería yo ampliar la consulta a la literatura experta. Hilb (2012) cita a Ph.-J. Zalazar, quien valora dar lugar a la palabra del perpetrador para garantizar la paz civil y fundar sobre ella la Sudáfrica post apartheid. Pero esa mirada fue criticada desde el inicio de la actividad de la CVR, y por eso, para analizar otras posiciones y retomar con otro enfoque la pregunta por el sentido del diseño transicional sudafricano, querría revisar el trabajo de Marisa Pineau y Celina Flores (2016), que permite poner en duda el éxito de ese diseño, al menos respecto al “conocimiento de la verdad” de lo ocurrido. ¿Qué verdades habilitó ese mecanismo? ¿Se concretaron las expectativas de que la amenaza de juicio alentara la masiva presentación de los perpetradores ante la CVR?
Primero, la cuestión de la justicia y la verdad. Fue en ambas cosas que la experiencia sudafricana pagó un costo. Porque la exposición completa y detallada (full disclosure) estaba habilitada a priori por un recorte: “La verdad adquirió el sentido de reconocimiento (…) La misión de la Comisión fue tomar la verdad individual y convertirla en una verdad social sanadora (…) a partir del encuentro y acuerdo entre victimarios y víctimas” (ibid., 39). Los perpetradores se presentaban ante la CVR en nombre propio y daban testimonio de sus propias acciones más allá de que hubieran sido funcionarios del Estado promotor del apartheid o miembros de algún grupo que lo impugnaba. Aunque de distintos tipos, ambos eran considerados “perpetradores”. Y si bien el gobierno no dejó de lado que la ONU había considerado el apartheid un crimen de lesa humanidad, en los casos concretos la CVR no distinguió entre la violencia de las organizaciones que lo resistieron y la de quienes desde el Estado lo llevaron adelante16, que fueron concebidos como antiguos adversarios políticos.17 Segundo, sobre el supuesto de que serían los mayores responsables de la violencia estatal los que, para no ser juzgados, se presentarían ante la CVR y dirían la verdad, cabe señalar, mirando todas las presentaciones realizadas ante la Comisión, que fueron sobre todo quienes lucharon contra el apartheid quienes se presentaron y se asumieron como perpetradores. Las presentaciones de miembros del gobierno fueron muchas menos (ibid., 42). De los miembros de las fuerzas de seguridad sólo se presentaron los de rango más bajo: “las altas autoridades militares, así como los integrantes del Gobierno en retirada, no asumieron responsabilidad alguna por las acciones cometidas y relatadas por sus subalternos” (ibid., 42-3).18 A partir de los testimonios de los criminales, las autoras analizan el tipo de “verdad” que iluminan sus relatos, que a menudo resultaron en denuncias a sus superiores y en material poco confiable para un conocimiento de lo que había ocurrido (ibid., 46-57). Tercero: aunque las audiencias se transmitieron por radio y televisión (la publicidad era esencial para que el relato de la CVR permitiera la “reconciliación”), tras la primera entrega del informe final “el proceso fue perdiendo trascendencia pública” (ibid., 45). El trabajo de la CVR solo se publicó en inglés, sin traducción a los otros diez idiomas oficiales del país, y toda la información fue finalmente trasladada del Departamento de Justicia al Archivo Nacional, “donde permanece sin procesar y por lo tanto en gran medida inaccesible para el público en general” (íd.).
A la luz de esta otra lectura de la experiencia sudafricana, ¿cabe esperar en Argentina, a cambio de impunidad o reducción de penas, esa cooperación de los perpetradores con la verdad? Es cierto (esto no lo dicen Hilb ni Martín, pero sería un buen punto para ellos) que en Argentina, justo porque ha habido juicio y castigo, podríamos esperar que los culpables, en su propio interés, quisieran canjear la verdad por una reducción de penas.19 Pero me pregunto, con el caso sudafricano en mente, qué precio habría que pagar en verdad al dar autoridad a la voz de criminales que, aun en condiciones de impunidad, nunca dijeron nada sobre sus crímenes.20 ¿No esperamos demasiado de la capacidad de producir verdad de los perpetradores? ¿Y qué expectativas estaríamos creando a las víctimas?21
Algo más sobre la “reconciliación”. Martín dice que mi texto “inventa” la tesis de la reconciliación (2022, 171) y me reprocha atribuirle a Hilb una idea confusa sobre ella, que sería a un tiempo fin de una política y efecto esperable del proceso. Como ya dije, la idea misma de reconciliación tiene estas dos caras. Cuando discuto cómo Hilb articula esa idea con la de verdad, y digo que es un problema sujetar ésta a aquella, no aludo a que la verdad puede o no ser un resultado histórico efectivo (Martín 2022, 176, n. 20), sino a que el diseño institucional sudafricano sujetaba la idea de verdad a la de una posible reconciliación, que era un horizonte de sentido y una apuesta de los actores antes de cualquier proceso efectivo, y a que la idea de reconciliación que anima la recuperación que hace Hilb de ese proceso condiciona lo que podemos esperar de la verdad. La idea de reconciliación es central para Hilb. En su lectura de Arendt, es la posibilidad de asumir una responsabilidad común gracias a la disposición de una escena de igualdad entre actores que cometieron injusticias y que acaso puedan perdonar y dar inicio a algo nuevo; en su presentación del diseño institucional sudafricano, es un objetivo explícito del discurso transicional (2012, 195-9). Del planteo se desprende que esa posible asunción de una responsabilidad común condiciona no sólo la justicia (que debe ser negociada) sino el tipo de verdad que podamos conseguir.
Martín me imputa ambigüedad por decir que para Arendt la reconciliación no lo es entre las partes sino de la comunidad como un todo con la “realidad”: que es un asentimiento en que esa comunidad se reconoce como tal. Sí: es lo que dice Arendt y lo que digo yo. La pregunta por quiénes son las partes que deben reconciliarse escapa del marco arendtiano en el que estoy pensando. No se trata de fomentar la reconciliación entre victimarios y víctimas. Y, contra la pretensión de que un horizonte de reconciliación podría animar a los victimarios a hablar y acercarnos así al conocimiento de la verdad de lo ocurrido, se trata de leer de un modo distinto al de Hilb y Martín (que espero haber mostrado que no es el único posible) la experiencia sudafricana, que es la de un dispositivo de igualad que pagó, además de un precio en justicia, un precio en verdad: en verdad histórica, moral y política.
Retomo ahora el análisis de los juicios hechos en Argentina, de los que destacaba en 2020, además de su capacidad para hacer justicia, su aporte al establecimiento de un conjunto fundamental de, para usar este concepto arendtiano, “verdades de hecho”, como la existencia de un plan sistemático de secuestro, desaparición, tortura y asesinato de oponentes políticos por parte de los agentes del Estado Terrorista, la de cientos de centros de detención en todo el país, la de cadenas de responsabilidad en cada caso y muchas otras que han servido para investigar el destino de bebés apropiados. Por ello, mi texto invitaba a pensar los juicios de lesa humanidad como lugares donde constatar la importancia de la idea arendtiana de que la administración de justicia es y debe ser un espacio incondicionado para la verdad dentro del Estado (Arendt [1967] 1996c), pues de él depende garantizar, contra la lógica de los intereses y el poder, la búsqueda de las “verdades de hecho”, que son las únicas que tienen un rasgo asertivo y a la vez frágil en el campo político. Esta función –sostenida en Argentina por el poder del Estado, las políticas públicas y los organismos de DDHH– ha permitido que, pese al silencio de los criminales y de muchos otros actores a aportar datos, se hayan obtenido verdades sobre crímenes que también lo han sido contra la verdad, dadas la sistemática destrucción de las pruebas y la clandestinidad de los agentes y espacios de la dictadura.
Por otra parte, iba más allá de Arendt para poner en relación las ideas de “verdad de hecho” y “verdad testimonial”: las verdades de hecho son frágiles porque dependen mucho de los testigos, los que han visto u oído. En Argentina, los testigos en las escenas judiciales han sido en general los propios sobrevivientes, que han debido explicar el funcionamiento del terror oculto a la mayoría. Por eso me preocupa más cómo crear una audibilidad pública para esa habla verdadera, quebrada, difícil de escuchar y de pensar (Longoni, 2007), que cómo dar la voz a los criminales que, lejos de mostrar ninguna voluntad de aportar “verdades de hecho” sobre lo ocurrido, produjeron siempre discursos de justificación, o de impugnación de los testigos. En esta dirección, la investigación de Mariana Tello (2014) sobre la llamada Megacausa La Perla22 me permitía señalar el valor de los juicios para restituir la dignidad moral del sobreviviente testigo: algo de esa reflexión moral que les ha permitido perdonarse haber sobrevivido, por así decir, gracias a la habilitación de la justicia, y, con ella, a la clara distinción entre víctimas y victimarios, desdibujada por los perpetradores (y por Martín, para quien las víctimas “fueron también victimarios”). Por otra parte, apelaba a la investigación de Claudia Bacci (2017) sobre otra escena, anterior, del Juicio a las Juntas de 1985. Bacci muestra que, para los afectados por el terrorismo de Estado –en este caso, las mujeres de militantes desaparecidos–, la escena judicial también hace surgir una verdad que excede a las “de hecho” y plantea los propios límites del dispositivo para encontrar y decir la verdad del crimen de la desaparición. Interrogadas por su estado civil, esas mujeres dicen “no saber”. Es lo que Arendt llama un “momento de verdad” (2007b, 235). No afecta a mi argumento que Arendt use esta idea para relatar la anécdota de Franz Lucas, un médico alemán que ayudó a salvar a varios grupos de judíos, pero cuyas buenas acciones Arendt creyó que no podían ser bien oídas. Insisto: leer es ya desplazar y redescribir, como hace Hilb, de modo muy interesante con Arendt. Mi texto señalaba el valor de estos “momentos de verdad” menos en la provisión de un “sentido” para lo ocurrido (Martín: 2022, 162) que en la de un quiebre de sentido igual de iluminador. La verdad de la escena de justicia supone aquí una puesta pública de los límites de la propia estatalidad: las mujeres señalan a los jueces y al público la imposibilidad de decir una verdad que es más compleja.
Vuelvo sobre la articulación entre verdades de hecho y narraciones verdaderas, en las que la historia “ha adquirido permanencia y consistencia” y que brindan “la verdad interior de un hecho” (Arendt 1990, 31-2). La reconciliación, para Arendt, lo es con la realidad de la historia, que no es la serie de los hechos que aparecen ante el testigo, sino algo que requiere un trabajo de y con el sentido o el sinsentido de eso que aparece. Es el trabajo que hacen las buenas narraciones. Que no son únicas, que pueden ser diversas, pero tienen el efecto, para un cierto colectivo, de generar un asentimiento más allá de los debates. La peculiaridad de la historia posdictatorial es que debemos elaborar relatos en unas condiciones inéditas por la destrucción de las pruebas de las “verdades de hecho”. Por eso señalaba yo la importancia de la justicia también en este sentido: porque es un procedimiento que se ha probado efectivo en la obtención y el cuidado de esas verdades elementales que son el suelo de cualquier narración verdadera. Pero además las propias escenas de justicia han permitido la visibilidad de los límites de la misma justicia y la creación de esos “momentos de verdad”, como dice Arendt, que logran reponer menos un sentido que su ausencia o su quiebre, así como el presente mismo de ese decir: el de los testigos que pueden decir la verdad de su destrucción, el de un Estado que garantiza ese decir y el de esas tensiones que dan cuenta de “momentos de verdad” que exceden lo que puede ser dicho. Esas escenas no son simples dispositivos de “castigo”: ofrecen una carnadura moral y políticamente más densa para pensar la verdad y la justicia. Martín me pide “un ejemplo histórico” de esos consensos generados por grandes relatos de reconciliación de una comunidad con su propia historia (2022, 174). Le doy el del gran relato forjado por los juicios de lesa humanidad y sus sentencias (cuyas lecturas son rituales colectivos donde la comunidad se reúne para escuchar, atenta y reflexiva, la decisión de los jueces), en el que la comunidad democrática argentina se reconoce sin más. Es en ese marco que hay que pensar, por ejemplo, el masivo rechazo de la sociedad argentina, en 2017, al fallo de la Corte Suprema que reducía las penas del represor Simón y habilitaba la reducción de las de muchos otros. No encuentro mejor descripción de los efectos de esos relatos que, como decía Arendt, logran cristalizar la verdad interior de los hechos –en los que “se describe muy poco, se explica aún menos y no se ‘domina’ nada en absoluto; su final son lágrimas que el lector también derrama” (1990, 30)– que la frase final del fiscal Strassera en el Juicio a las Juntas: “Señores jueces, Nunca más”. Lo que queda es el “placer trágico”: la emoción que nos permite aceptar que algo como esa devastación humana, política y moral (nos) haya podido suceder, y saber que, frente a ella, tenemos, al menos, justicia.
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1El gobierno de Alfonsín decide juzgar a las juntas militares que gobernaron de facto la Argentina de 1976 a 1983. También, independientemente, pero como parte de una estrategia común, a siete líderes guerrilleros, que serían condenados por asociación ilícita y atentados contra el orden público y la paz interna. Esto estaba confuso en mi texto: por eso lo aclaro. Sí mantengo la idea de que la estrategia judicial se acotaba a muy específicos tipos de criminales y buscaba completarse en un tiempo limitado. Es lo que dice Carlos Nino, uno de los mayores autores intelectuales de la “transición” argentina: “las listas de los señalados [por el gobierno] para ser procesados eran más cortas” que lo que él esperaba, y “esta fue la primera muestra de las dificultades que tendría Alfonsín para comunicar al público su intención de restringir el alcance de los juicios” (1997, 116-7).
2Dos leyes promovidas por el gobierno de Alfonsín implicarán de hecho el cierre del ciclo de justicia hasta su reapertura en 2006: la de “punto final”, de 1986, que fijaba el plazo de un mes para el inicio de acciones penales que fueran a emprenderse, y la de “obediencia debida”, de 1987, que establecía que los delitos cometidos por miembros de las Fuerzas Armadas que cumplían órdenes no eran punibles. No digo que estas hayan sido las ideas originales de Alfonsín para circunscribir el alcance de la justicia: son el resultado de la articulación de esta estrategia con las demandas de los organismos de DDHH por un lado y, por el otro, con la creciente presión del círculo militar. Nino resume las dificultades de Alfonsín, quien –dice– no logra convencer a todos los actores de que “su intención era enjuiciar a docenas de personas y no a un puñado ni a cientos” (1997: 118). Como sea, está claro que desde el inicio se pretendió realizar un proceso ejemplar y acotado. A las leyes aludidas siguieron los indultos decretados por el presidente Carlos Menem en 1989-90, incluyendo a los comandantes condenados en el Juicio a las Juntas, al procesado ex ministro de economía Martínez de Hoz y a los líderes de organizaciones guerrilleras. Recién en 2001, un juez declarara inconstitucionales las leyes de 1986-87, medida que, sancionada por el Congreso de la Nación en 2003, permitió la reapertura de las causas por delitos de lesa humanidad, que se hicieron regulares a partir de 2006. En 2010 la Corte Suprema de Justicia confirmó sentencias de tribunales inferiores que establecían que los indultos tampoco habían sido constitucionales y que las condenas que habían anulado debían ser cumplidas.
3Ver referencias a los emblemáticos editoriales del diario La Nación en la Bibliografía.
4Hilb lo sabe, pero dice que el dispositivo sudafricano permite que esa cadena de efectos sea posible-pensable, y el argentino hace que sea imposible-impensable: en Sudáfrica, “individuos culpables de los crímenes más horrorosos se presentan voluntariamente ante la Comisión para relatar, de la manera más completa, ante sus víctimas, los familiares de sus víctimas pero también ante su propia comunidad, los crímenes perpetrados. Son ellos, los perpetradores, los más interesados en exponer toda la verdad –es la garantía de su amnistía” (2013a, 49). Aquí entra la semántica arendtiana: esa exposición completa, aunque surja de un cálculo, puede transformar moralmente a los criminales, que pueden arrepentirse y ser perdonados. La escena misma, eventualmente, puede producir reconciliación. Hilb pasa veloz de la posibilidad al registro empírico: “Ni el arrepentimiento ni el perdón son condiciones para la amnistía, decíamos. Pero a la luz de los múltiples testimonios descubrimos que hubo, en importantes ocasiones, arrepentimiento, y hubo también, en muchas ocasiones, perdón” (id.).
5Ross señala que la CVR promovió un “modelo de recuperación basado en premisas cristianas, biomédicas y psicoterapéuticas” (2006, 65). No me propongo analizar las raíces religiosas de la opción sudafricana. Sí señalar que hay más de una similitud con la idea de una igualdad habilitada desde arriba en nuestra igual condición de “pecadores”. Ross indica que la CVR “empleó una noción de ‘empate’ que funcionó sobre la premisa de que se trataba de partes ‘iguales’ en una lucha contra el Apartheid y que ambas partes cometieron atrocidades comparables” (íd.). Claro que estamos hablando del dispositivo institucional, no de una “igualdad de naturaleza”: como el caso de la confesión cristiana, su sentido depende de la asunción personal de los pecados-delitos de cada cual. Sobre los problemas políticos de la igualdad cristiana: Arendt, 2007a, 127; 2006, [1], 4.
6Hilb no equipara la violencia de las organizaciones armadas con la del Estado Terrorista. Es menos clara la posición de Martín, quien, por ejemplo, ve como un obstáculo la distinción entre crímenes imprescriptibles y prescriptibles, como se revela cuando dice, entendiendo mal mi texto, que “tal vez hubiera sido interesante un desarrollo del obstáculo de la prescripción de la acción penal para los crímenes que dichas organizaciones cometieron. Pues cuál sería el incentivo de esos actores en relatar la verdad sobre sus crímenes, en hacerse responsables de su pasado, sin la amenaza de la prosecución penal (ya prescripta) en caso de no hacerlo. Hunziker menciona el tema de la prescripción al pasar e inmediatamente lo descarta” (2022, 170). Para mí no hay allí ningún obstáculo, sino la consecuencia de una distinción entre crímenes de lesa humanidad y violencia revolucionaria sobre la que debe asentarse cualquier posible discusión sobre esta última.
7“La disposición de la escena de los juicios ocluyó, en Argentina, la posibilidad de que los propios militares contribuyeran a producir la verdad de sus crímenes”; “se ocluyó la posibilidad de dar a luz una verdad más compleja”; “en la insistencia en el trabajo de la justicia anida también la negativa a asumir nuestra responsabilidad” (2012, 199-200).
8“Aun cuando, bajo ese paradigma, las verdades faltantes señaladas siguen faltando, aun así, tal es la propuesta de Hunziker, esa política judicial penal debe ser mantenida, al parecer, sin modificación alguna” (2022, 163). No: mi idea es que hay mucho más que un “paradigma punitivo” en las escenas de justicia, y que esto debería ser considerado antes de pasar a ninguna otra pregunta. La que Martín dice que me hago, y que cree que puede resumir “sin falta al sentido” de mi texto, es (sería): “¿qué debe hacer el Estado con el fin de lograr verdades de primera importancia (el destino de los cuerpos de los desaparecidos y de los hijos de víctimas nacidos en cautiverio) cuando la regla, pasados cuarenta años, es que los perpetradores han callado?” (id.). Cito la pregunta que me hago en mi texto, que es otra que la que quiere leer Martín: “¿es este silencio un argumento para pensar una crítica de la opción por la justicia?” (2020, 92), y también la que abre mi texto, que no es sobre lo que puede hacer el Estado, sino sobre su alcance y límites: “¿Qué rol o que funciones pueden –y cuáles no– asumir las instituciones de un Estado democrático de derecho para tramitar, elaborar, este pasado…’?” (ibid., 83).
9En 2013 la revista Discusiones elaboró un dossier para discutir una versión ampliada del texto de Hilb de 2012. Respondiendo a la intervención en esa polémica de Diego Tatián, Hilb señala: “Creo en efecto que es, desde el punto de vista político, posible e interesante pensar en la posibilidad de soluciones político-jurídicas que tomen en cuenta reducciones de pena a cambio de aportaciones de verdad” (2013c, 74).
10El reclamo de un debate serio debería evitar este tipo de clisés, que lo obturan a priori y que expresan una falta de lo que Arendt llamaba “gusto moral” (2003, 28). El lector no familiarizado puede leer el informe conocido como Nunca Más, donde encontrará, entre las víctimas del terrorismo de Estado, bebés nacidos en cautiverio, niños apropiados, jóvenes entre 13 y 18 años, madres de plaza de mayo, periodistas y conscriptos a quienes en ningún mundo civilizado llamaríamos “victimarios”. Y es un tema para discutir, no para dictaminar, cómo pensar la acción de las organizaciones insurgentes, los diferentes modos de participación en ellas, etc.
11No sé si no es lo que propone Martín, quien señala su interés en esa tesis, que erradamente me atribuye.
12Hilb afirma que los juicios han ocluido el conocimiento de dos tipos de verdades: las “necesarias” que los perpetradores se han negado a dar y la “más compleja” de la responsabilidad de los perpetradores en el terror y de su propia generación en su advenimiento. Pero esa tesis debería probarse, y no se prueba. Tampoco se aclara si esa asunción de responsabilidades compartidas debería hacerse en una confrontación sincera entre “antiguos adversarios políticos” (como en Sudáfrica), entre perpetradores y militantes políticos, entre militantes y otros compañeros o en el diálogo silencioso de cada uno. Si no se aclara esto, el enigmático dispositivo alternativo al que se alude queda demasiado indeterminado, y la “igualdad de los que actúan” o deberían actuar en él corre el riesgo, no de “ceder un poco en justicia”, sino de rozar la injusticia, o aun de producirla.
13Arendt a Auden, carta del 14 de febrero de 1960, en: Library of Congress, Washington. Cont. 004864.
14Recuerdo los textos de Schmucler ([1980] 2019), Calveiro (1995), Casullo (2013) y la propia Hilb (2003), el de González sobre la conciencia no desgarrada de Firmenich, líder de Montoneros (1991), el debate sobre la responsabilidad en la revista La intemperie (AAVV 2014; 2010) y tesis académicas como la de Tello (2012). ¿Por qué sería un “acontecimiento” la declaración de Scilingo (Martín 2014, 72) y no cualquiera de estos textos?
15No se trata del moralismo “filosófico” de “que se haga justicia y desaparezca el mundo”, sino, al contrario, de que no podemos, por mor del mundo y su futuro, hacer de la justicia un incentivo para los malvados.
16Hilb señala la sutileza del informe de la CVR, que condena el apartheid y distingue entre quienes lo sostenían y quienes lo impugnaban. Pero celebra que el texto concluya con la idea de que tanto los crímenes de unos como los de otros pueden ser vistos como crímenes contra la humanidad, lo que hace que esa distinción termine careciendo de consecuencias prácticas. Es lo que muestran Pineau y Flores.
17En 2022 me preguntaba quiénes deberían reconciliarse en Argentina, y decía que la respuesta que daría Hilb a esa pregunta sería que los llamados a reconciliarse, atendiendo al caso sudafricano, podrían ser los “antiguos adversarios políticos” del pasado. No destacaba esa expresión para señalar una cita de Hilb sobre Argentina, como malentiende Martín, sino para traer a la Argentina su argumento sobre Sudáfrica, en relación con el cual la expresión adquiere su sentido. Martín se equivoca al decir que estoy leyendo mal (2022, 172): estoy tratando de sacar las consecuencias que infiero que Hilb quiere que saquemos de su apelación al caso sudafricano.
18Solo un miembro del gabinete presentó una solicitud ante la comisión. “En total se presentaron 7100 solicitudes de amnistías, de las cuales se otorgaron 1100. Cabe destacar que sólo 2000 –aproximadamente– eran sobre delitos considerados políticos, el resto fueron solicitudes de criminales comunes que estaban cumpliendo condena en las cárceles sudafricanas. Otro dato relevante es que de esas 2000, sólo 272 correspondieron a miembros de las fuerzas de seguridad y del aparato burocrático responsable de la puesta en práctica del sistema de segregación racial vigente entre 1948 y 1990” (Pineau y Flores, 2016, 44-5).
19Pineau y Flores señalan la importancia de los juicios para el éxito de la estrategia: se suponía que la posibilidad de una condena animaría a los perpetradores. Al inicio del trabajo de la CVR había 5 juicios en marcha, que terminaron en tres condenas a bajos mandos de las fuerzas de seguridad y dos absoluciones a altos miembros del gobierno. La estrategia funcionó para los primeros. Para los otros, “las primeras absoluciones provocaron una fundada sensación de que la posibilidad de una política de persecuciones penales no representaba una amenaza, afectando así la presentación de los responsables ante el Comité de Amnistía” (2016, 41).
20Hilb y Martín recuerdan el caso del ex capitán de corbeta Scilingo, quien cobró notoriedad debido a una entrevista periodística de 1995. En 1997 fue enjuiciado y condenado. No por ningún juez argentino, sino cuando decidió viajar a Madrid y presentarse ante el juez Baltasar Garzón, que instruía una causa contra la dictadura argentina y ordenó su prisión preventiva. Martín advierte, en la entrevista, una transformación moral en el ex represor. No interesa aquí si ella puede pensarse bajo la forma del arrepentimiento del que habla Hilb. Es cierto que Scilingo dijo estar arrepentido, pero también que dijo que, “en las mismas circunstancias, hubiera hecho exactamente lo mismo” (en Martín 2014, 202). En relación con Scilingo podría tener interés la comparación con el Eichmann de Arendt, que Martín no propone en relación con él, pero sí en relación con Videla (2022, 173). ¿Por qué? Videla fue un estratega central del Estado Terrorista, como muchas sentencias judiciales han demostrado, y las notas que los diarios argentinos publicaron cuando murió no son una prueba de nada, y mucho menos, como pretende Martín, de su banalidad. Martín fuerza una comparación donde ésta no tiene sentido, y no la ensaya donde podría llevarlo a alguna conclusión interesante. Ni Videla era un hombre banal ni Scilingo es un héroe moral. En todo caso, la palabra de criminales que han destruido las pruebas de sus crímenes debe confrontarse en espacios menos sujetos a los vaivenes de la subjetividad. Por lo demás, la declaración de Scilingo no trajo en cascada otras declaraciones o arrepentimientos. Las únicas tres fueron de mandos bajos.
21Sabemos qué dijo Arendt sobre la memoria de Eichmann, que ya no podía decir la verdad sobre sí mismo y sobre el pasado (1967, 82 y 117). Pero también existe la posibilidad de la falsedad deliberada. Juzgado por crímenes de lesa humanidad, el antiguo jefe de torturas del ex Centro Clandestino de Detención (CCD) La Perla Ernesto Barreiro presentó una lista de 25 nombres de militantes secuestrados y los lugares de sus entierros. Tras un frenético trabajo se constató que la declaración era falsa. Cuarenta años después, al silencio se le agregaba una horrible manipulación de la expectativa de las víctimas y de la sociedad toda.
22Martín me pregunta qué nuevos hechos se han descubierto con la reapertura de los juicios desde 2006. En esta causa se demostraron numerosos hechos de violencia sexual (los de tortura ya se conocían) contra personas secuestradas, y se produjo información (como señalaba ya en 2020) sobre hechos ocurridos antes de 1976.