Ausgabe 1, Band 10 – Dezember 2020
Verdad, Justicia y Humanidades: la actualidad del pensamiento arendtiano en un debate argentino sobre el “pasado reciente”
(Truth, Justice and Humanities: the topicality of Arendt’s thought in an Argentinean debate on the "recent past”)
Resumen
En general, en el plano internacional se considera que la reapertura efectiva de la opción de la justicia penal para el caso de graves violaciones a los derechos humanos acontecidas en la última dictadura cívico-militar argentina ha sido el puntapié inicial para lo que Sikkink llamó una “cascada de justicia” (que ha ido ampliando de manera creciente la opción judicial). No obstante, cabe notar a nivel local un conjunto de objeciones teóricas y de intervenciones públicas respecto de la opción por la justicia. Por supuesto, no se trata de las objeciones obvias de los acusados y sus defensores, sino de un conjunto de argumentos que, creemos, debemos considerar los que sostenemos las virtudes de este proceso político y social. El centro del debate argentino es una diferencia respecto del sentido político y moral de lo que actualmente se denomina “justicia pos-transicional”, y, en especial, respecto del rol de la justicia penal en ella. En este marco, una serie de autores, entre los que tomaremos de manera prioritaria a Claudia Hilb, han sostenido de manera crítica que el proceso de rehabilitación estatal de la opción por la justicia penal, a partir del 2006, ha ganado en justicia y “ha pagado un precio en verdad”. En el presente artículo, nos proponemos discutir esta tesis, planteando una determinada interpretación del arsenal teórico de Arendt, en especial, pero no exclusivamente, aquel planteado en “Verdad y Política”, entendiendo que hay allí algunas sugerencias para pensar de otro modo el problema de la verdad y lo que la autora denomina administración de justicia. Según nuestra hipótesis, existen elementos en su obra que nos permiten pensar los procesos judiciales post-dictatoriales como escenas de justicia en las que, no sólo no se pierde en verdad, sino que se la protege y reconoce, en especial en el caso de las “verdades de hecho”. Entendemos que este planteamiento tiene el mérito de no plantear una simple glorificación de la justicia penal, sino que atiende a su alcance y sus límites. Hacia el final sostenemos que es la propia escena penal de un Estado democrático la que reconoce estos límites, generando tensiones productivas o iluminadoras –productoras, si no de la “verdad más compleja” que reclama con razón Hilb, de “momentos de verdad”, en especial en la enunciación testimonial– que no tendrían lugar en un contexto de impunidad. Para finalizar, ofrecemos algunas conclusiones acerca de la relación necesaria entre la “administración de justicia” y las Humanidades, ese otro saber-institución que, según la pensadora judío alemana, tiene la emancipadora tarea de soportar, conservar y dilucidar las “verdad”.
Palabras clave: Verdad, Justicia, Narración, testimonio
Abstract
The effective reopening of the criminal justice for serious human rights violations under Argentina's last civil-military dictatorship is considered internationally to have been the starting point for what Sikkink called a "cascade of justice" (which has increasingly extended the judicial option). However, a number of theoretical objections and public interventions regarding “the choice for justice” should be noted at the local level. Of course, these are not the obvious objections of the accused and their defenders, but a set of arguments that those of us who defend the virtues of this political and social process have to consider. The center of “the Argentine debate” is a dispute over the political and moral sense of what is currently called "post-transitional justice", especially over the role of criminal justice in it. Within this framework, a number of authors, among whom we will take Claudia Hilb, have critically argued that the process of state rehabilitation of the criminal justice path, since 2006, has won justice and "paid a price in truth". In the present article, we propose to discuss this thesis, proposing a certain interpretation of Arendt's theoretical arsenal, especially, but not exclusively, the one proposed in "Truth and Politics", understanding that there are some suggestions to think in another way about the problem of truth and what the author calls administration of justice. According to our hypothesis, there are elements in her work that allow us to think of post-dictatorial judicial processes as scenes of justice in which, not only the truth is not lost, but is protected and recognized, especially in the case of "factual truths". We understand that this approach has the merit of not merely glorifying criminal justice, but of addressing its scope and limits. Towards the end we maintain that it is the very scene of the trials in a democratic State that recognizes these limits, generating productive or illuminating tensions. Tensions that give rise, if not to the "more complex truth" that Hilb rightly claims, to "moments of truth" -especially in the testimonial enunciation- that would not take place in a context of impunity, To conclude, we offer some conclusions about the necessary relationship between the "administration of justice" and the Humanities, that other knowledge-institution that, according to the German Jewish thinker, has the emancipator task of supporting, preserving and elucidating the "factual truth".
Key-words: memory, truth, justice, story, testimonial truth
El objeto más delicado sostenido
También delicadísimamente:
La pequeña balanza de las perlas
Circe Maia. La pesadora de perlas
Planteo de la discusión y contexto histórico del tema objeto de debate
Al intentar comprender el “pasado reciente” como categoría y como experiencia, Hannah Arendt advertía sobre el fracaso de todas las predicciones que depositaban en el paso del tiempo –en el mero transcurrir– un factor de olvido del pasado nazi y de sutura de todas las heridas producidas por él. Lejos de esa pretensión, el “paso del tiempo” acercaba más ese pasado y lo hacía menos “dominable” (1990: 30). Ya sea como espectro, como relámpago o como pesadilla, el pasado –que nunca “ha sido” sin resto, según la feliz expresión de Eduardo Rinesi (2019: 101)– visitaba, asediaba, asaltaba el largo presente de la “posguerra”.
¿Puede hacerse algo –en ese presente habitado por lo que vuelve– con un pasado de violencia radical en el que están involucrados crímenes aberrantes contra la comunidad o una parte de ella? ¿Qué pueden –y que no pueden– hacer con ese pasado sociedades que han sido parte y víctima de esa violencia? En especial: ¿Qué rol o que funciones pueden –y cuáles no– asumir las instituciones de un Estado democrático de derecho para tramitar, elaborar, este pasado que involucra lo que en Argentina se denominó “terrorismo de Estado”?
Algunos de estos interrogantes forman parte de un conjunto de debates que, precisamente en la Argentina, se han planteado desde 2006 a partir de la opción estatal por la reanudación de los juicios penales a los responsables por graves violaciones de los DDHH acontecidas en la última dictadura cívico-militar. Tal posibilidad, esto es, la decisión por la opción de la justicia penal, que había quedado obturada por las denominadas “leyes de impunidad” dictadas entre 1986 y 1990, da lugar a una serie de cuestionamientos que toman diferentes formas.
A modo de introducción, y solo a para contextualizar el debate, cabe hacer una breve reseña de los principales hitos a tener en cuenta para comprender los términos del debate que queremos abordar. El caso argentino tiene la peculiaridad de que el gobierno democrático que asume el poder luego de la última dictadura militar, en 1983, establece la necesidad de juzgar de manera penal a quienes perpetraron violaciones a los DDHH. La estrategia jurídica finalmente utilizada es el llamado “Juicio a las juntas”, que logra una sanción ejemplar a siete líderes “guerrilleros” (pertenecientes a organizaciones civiles que deciden la “toma de las armas”, y, en el caso de Montoneros, el “paso a la clandestinidad”), así como a los representantes de las tres juntas militares que gobiernan sucesivamente a la Argentina desde el golpe militar de 1976 hasta 1983. Esta estrategia busca explícitamente establecer la subordinación de todos a la ley, la prevención de la reiteración de hechos similares y la “consolidación de la democracia” (Crenzel, 2012: 29).
Lejos de la pretensión gubernamental de “cerrar el pasado”, la opción judicial se convierte en un acontecimiento cuyo poder de apertura indica un camino para las organizaciones de DDHH y el modo en el que estas elaborarán sus demandas, de cara al Estado y a la sociedad argentina, pero también implica un conjunto de problemas para el primer gobierno democrático post-dictatorial. Así, lejos de su pretensión de mostrar un caso ejemplar para cerrar un ciclo, la justicia argentina abre las puertas para extender la acción penal contra oficiales con “responsabilidad operativa”. Este hecho origina un conjunto de levantamientos militares que concluyen con la eliminación de la vía judicial-penal, en primer lugar, por la denominada “ley de obediencia debida” y en segundo lugar por el indulto a los condenados en el primer juicio de 1985. En este último marco, bajo el gobierno de Carlos Menem, durante la década de los noventa del siglo pasado, los juicios y la memoria aparecen como una amenaza a la “paz política”. No obstante, los movimientos de DDHH recurren a la CIDDHH y a tribunales internacionales para exigir justicia, instalan alternativas no punitivas en los tribunales –los llamados “juicios por la verdad”–, y aparece un actor fundamental, la organización H.I.J.O.S, impulsando la sanción social mediante los denominados “escraches”. Finalmente, a partir del año 2001 se produce un hecho que permitirá la reapertura de la opción de la justicia penal, al declarar el juez Cavallo la inconstitucionalidad de las Leyes de “Obediencia Debida” y “Punto Final”. Esta medida, luego sancionada por el Congreso de la Nación en 2003, permite que la apertura de causas judiciales y de causas orales, se haga regular a partir del 2006.
Si bien en el plano internacional se considera que es esta reapertura la que dio el puntapié inicial para lo que Sikkink llamó una “cascada de justicia” –que ha ido ampliando de manera creciente la opción judicial–, en la Argentina cabe notar un conjunto de objeciones teóricas y de intervenciones públicas respecto de la opción por la justicia. Por supuesto, no se trata de las objeciones obvias de los acusados y sus defensores, sino de un conjunto de argumentos que, creemos, debemos considerar todos aquellos que sostenemos, al igual que el público internacional, que “los juicios lejos de desestabilizar la democracia la consolidan, no exacerban conflictos sino que fortalecen la vigencia de los DDHH y no polarizaron a la sociedad” (Crenzel, 2012: 37-38).
En el presente artículo, nos proponemos discutir esa tesis, planteando una determinada interpretación del arsenal teórico de Arendt, en especial, pero no exclusivamente, aquel planteado en “Verdad y Política”, entendiendo que hay allí algunas sugerencias para pensar de otro modo el problema que estamos considerando. De este modo, en los dos primeros apartados nos moveremos en un plano más bien exegético, intentando explorar, por un lado, aquellos argumentos que, en ese texto, nos permiten articular la administración de justicia y el establecimiento y protección de las “verdades de hecho” (Parte I), y, por otro, aquellos trenes de pensamiento que nos brinden elementos para pensar en otro tipo de verdades, que llamaremos “narrativas”, que no se identifican con las primeras pero que solo puede surgir de su suelo (Parte II). Antes de entrar a la tercera parte, intentamos establecer el nexo entre esta dimensión exegética y la discusión sobre el posible “antagonismo” entre verdad y justicia en el caso argentino. El nexo viene dado por la posibilidad de pensar en la opción estatal por la justicia penal como una centrada en el “compromiso con las verdades de hecho”. Solo sugerimos, al final de esta sección, pero desarrollamos luego del planteamiento de las tesis de Hilb (en la parte III), que tal compromiso puede dar lugar a tensiones iluminadoras –no a antagonismos– en los procesos judiciales mismos, en especial respecto de la dimensión testimonial, entre la exigencia de la administración de justicia de asegurar la enunciación de “verdad de hecho” –poniendo freno tanto a la interferencia de la opinión como a los elementos narrativos– y la narración testimonial que la excede, dando lugar a lo que Arendt denominó “momentos de verdad”. Bajo la figura de la “tensión” con dimensiones narrativas y doxiásticas, defendemos que esta es una forma realista de pensar el alcance y los límites de los procesos de veridicción judiciales, que ofrece aristas interesantes ante los críticos de la capacidad de verdad del dispositivo jurídico penal. En la parte III, como ya señalamos, retomaremos este desarrollo para plantear nuestras diferencias con la impugnación de la opción penal en nombre de la verdad que para el caso argentino ha postulado en especial Claudia Hilb. Mi argumentación en este apartado no impugnará la posibilidad de pensar o de conjeturar a partir de experiencias alternativas, como la sudafricana –esto en todo caso forma parte del terreno de la posibilidad y la especulación, salvo que tengamos en cuenta trabajos empíricos y teóricos que nos permiten evaluar los efectos en términos de justicia y verdad de la salida sudafricana en un marco post-transicional–, sino, en todo caso, la tesis de que la opción estatal por los juicios penales en la Argentina obstaculiza el descubrimiento de una “verdad más compleja”, Para ello, en primer lugar, reconstruimos las principales premisa de la autora, para luego concentrarnos en lo que consideramos el centro de su argumentación crítica: la idea de que los juicios penales son un obstáculo para la obtención de una mayor provisión de verdad, que a la vez generaría la “reconciliación”. En este marco, hacia el final del apartado, proponemos algunas dudas respecto del ciclo de la verdad y la reconciliación imaginado por Hilb, apelando a los desarrollos de los apartados I y II. En el apartado IV retomamos de alguna manera el reclamo de una “verdad más compleja”, entendiendo que los mismos procesos judiciales han sido espacios para ciertas escenas de justicia que ofrecen algo de lo que Hilb le pide a la verdad: un conjunto de preguntas y una densidad respecto del sentido que prepara el camino para “un nuevo comienzo”, y que, mientras tanto, “nos incentiva” al trabajo sin fin de la comprensión al que el siglo XX nos ha arrojado. Para finalizar, ofrecemos algunas conclusiones acerca de la relación necesaria entre la “administración de justicia” y esa otra institución, las humanidades, que, según Arendt, tiene la emancipadora tarea de conservar y dilucidar la “verdad”.
I. Las “verdades de hecho” y la administración de justicia
En el artículo “Truth and Politics”, Arendt escribió que una de las tareas fundamentales de la administración de justicia era la de contribuir al descubrimiento, la transmisión y la conservación de la “verdad factual”. En esta dirección, el texto de 1967 nos ofrece un conjunto de “rieles de pensamiento” para pensar el debate que hemos presentado en nuestra introducción.
Por una parte, contiene interesantes argumentos acerca de por qué el espacio político, y en especial su articulación moderna como estatalidad, debería en su propio beneficio conservar y proteger el interior-exterior de la “justicia”: un espacio a igual distancia de la dimensión más baja de la política, que ella ligaba al “interés” y al “ansia de poder”, como de esa otra, mucho más digna, que la autora denominaba “opinión”. Efectivamente, la autora advierte con preocupación que el poder político podría destruir esa verdad, pero no podría “crearla”, y que, además, la estabilidad brindada por estas verdades es fundamental para el mantenimiento de la existencia de la propia institucionalidad política y del mundo de la opinión fundado en ellas.
Por otra parte, brinda una abigarrada reflexión acerca del “modo de ser” de la verdad, que ha suscitado mucho interés y un amplio campo de discusión entre los intérpretes. Dado que este trabajo no es estrictamente un trabajo exegético sobre la obra de Arendt, sino que intenta pensar con sus categorías un problema de nuestro presente, a continuación ofrecemos un recorrido que nos permita mostrar el sentido de estas verdades, y en especial la centralidad de su articulación con instancias de administración de justicia, en un contexto, como el argentino, en que se trata de descubrir, verificar y enfrentar “hechos” ocurridos en un horizonte de violencia estatal sistemática, que se caracterizó por un dispositivo de distorsión o de destrucción del rastro de sus propios actos criminales. Una “acción” que podemos pensar, sugerimos, como la de una institucionalización de la “mentira organizada”, como lo entiende “Verdad y política”.
Una primera clave para nuestro argumento, algo que entendemos da densidad a la discusión sobre la justicia y la verdad en situaciones post-transicionales, es el énfasis con que la pensadora insiste en la fragilidad de las “verdades de hecho”. Así lo apunta en su Diario Filosófico: “Hechos: las catástrofes naturales son narradas de acuerdo con la verdad, por razón de que nadie es autor de las mismas. La verdad relativa a hechos políticos es peligrosa, porque los hechos han sido producidos por los hombres y, por tanto, pueden cambiarlos” (2006: 611). La tesis de la autora es que la fragilidad de estas verdades es extrema; su existencia y conservación, especialmente dada la “enseñanza” de los totalitarismos y de los modernos dispositivos de manipulación que brindan la posibilidad de construir una “mentira organizada”, corre un serio riesgo. La dimensión ontológica y existencial que da cuenta de la fragilidad de los hechos en el “campo de los asuntos humanos” –frente a los intentos de distorsionarlos o negarlos– es que “no hay ninguna razón concluyente para que los hechos sean lo que son; siempre pueden ser diversos y ésta molesta contingencia es literalmente ilimitada” (Arendt, 1996: 255). Además, una vez ocurridos, el modo de afirmación-confirmación de su validez depende del reconocimiento de la “veracidad” del testigo, esto es, del reconocimiento de la “veracidad” que informa los juicios de una persona respecto de “lo que ha visto u oído”. Dicho de otra forma: del reconocimiento de la autoridad cognitiva directa de “testigos presenciales” de sucesos y acontecimientos históricos, indirectamente plasmados en “registros, documentos y monumentos”. Por esto, su fragilidad reside tanto en la contingencia de lo que tiene que decir el testigo –lo que ha visto no tiene una razón concluyente para ser así y no de otro modo– como en la facilidad con la que puede impugnarse tal verdad, impugnando de alguna manera la credibilidad del testigo o del documento (Arendt, 1996: 256).
Esta formulación, dispone el espacio de nuestra argumentación en dos sentidos claves: de un lado, ya lo adelantamos, nos permite calibrar la naturaleza y la magnitud del desafío que debe enfrentar quien busque “probar” lo hechos ligados a los crímenes que se cometen en el marco de un régimen que destruye las condiciones para el descubrimiento de los hechos (además de las vidas de miles de seres humanos); del otro, nos alerta sobre una forma contemporánea no totalitaria de destrucción de las verdades de hecho, cuya actualidad es más que notable. Nos referimos al intento de transformar estas verdades en “opiniones” (1996: 256), lo que supone llevarlas al espacio de la discusión, la deliberación que nunca tiene –ni es deseable que tenga– el tono asertórico de una “verdad más allá del acuerdo”, incluso en el nivel más representativo posible que es el que Arendt desarrollará al pensar en el juicio político (1996: 254; también Arendt, 2003: 134). El núcleo del planteamiento crítico de la autora es que este tipo de verdad está en la base de la formación de opiniones en el mundo político. Justamente por esto, no forma parte de las “opiniones”, sino que es su frágil condición de posibilidad, al ser el vehículo de la constatación de la realidad sensible que “percibimos con los ojos del cuerpo”. Por ello, Arendt indica que “lo que aquí está en juego es la propia realidad común y comúnmente reconocida”, en el sentido más elemental de la evidencia, que es la evidencia sensible, como señalará unos pocos años más tarde en La Vida del Espíritu (Arendt, 2002: 82).
Quisiera retomar, gracias al espacio abierto por esta perspectiva, cuáles son los desafíos de una acción político-estatal que asume “un compromiso con las verdades de hecho” ligadas a su propia violencia en el pasado, y qué significa para la comunidad política el reconocimiento de tales verdades. Entendemos que la teoría de Arendt ofrece, de manera directa, sendas vías para comprender la magnitud del daño a la “verdad”, así como los modos en que este pasado dañado visita, acecha, asalta a la propia brecha entre el pasado y el futuro; de manera indirecta, nos da elementos para pensar, en este marco, en la centralidad de los procesos judiciales (desarrollamos este último punto en especial en el apartado III).
II. La verdad de hecho como suelo de la narración. Las narraciones verdaderas y el sentido, los “momentos de verdad” en la brecha.
El tópico de la narración tiene el suficiente peso en la obra de Hannah Arendt para conformar un campo independiente de investigaciones. En este apartado no nos proponemos entrar en el terreno estricto de la exégesis de este concepto arendtiano, sino que nos motivan las tres últimas páginas del texto “Truth and Politics”, en las que aparece un aspecto a nuestro entender novedoso, ligado a la articulación entre narración y verdades de hecho. A riesgo de simplificar en demasía, afirmamos que si el reconocimiento y la preservación de las verdades de hecho constituyen una condición de posibilidad para la realidad intersubjetiva del mundo público de la opinión, y la piedra de toque negativa que ninguna opinión puede transgredir, la “narración verdadera” en la que Arendt piensa en este texto es una que hace un tal uso de la imaginación que logra una articulación con grado de “evidencia” entre la verdad de hecho, la experiencia individual –lo que ha sido como pasado recordado, como memoria– y el sentido, cuyo producto son las grandes historias en las que Arendt entiende que se muestra esa tarea herodotiana de “decir lo que es”.
Como señala la autora en estas páginas, pese a todo lo dicho sobre su fragilidad, el carácter factual de los hechos tiene una persistente presencia –una presencia de lo contingente–, cuyo modo de ser desafía todos los intentos de explicación conclusiva, y que, por eso mismo, “soporta una dilucidación posterior”. En palabras de Arendt: tiene una inscripción en “lo que es”, en el modo del “haber sido”, y a su “índole frágil se suma, extrañamente, su gran resistencia, la misma irreversibilidad que es sello de toda acción” (1996: 272). La complejidad existencial, política y moral del “haber sido” está ligada a un conjunto de factores: se trata de un “producto” de la acción de los hombres, y en ese sentido “podría haber sido de otro modo”; no obstante, una vez acontecido tiene ese sello de la “irreversibilidad” que Arendt sitúa en toda acción que pasa a formar parte del mundo. ¿Cómo relacionarnos con ese modo existencial del haber sido en el campo de los asuntos humanos, en especial cuando se trata de abordar acciones de una gravedad tan inusitada como las que estamos considerando? Si bien uno podría decir que gran parte del pensamiento político de Arendt es un intento de responder a esta pregunta –cómo comprender lo sucedido, cómo enfrentar políticamente la historia como campo de la acción humana, cómo enfrentar históricamente la política como espacio de lo “acontecido”–, en este texto las “verdades de hecho” son las que aparecen como hilo conductor para señalar una piedra de toque de la narración histórica. No en el sentido de que sean equivalentes. Según nuestra lectura, existe un nivel elemental en que el que el que “dice lo que es”, según el famoso dictum de Heródoto que Arendt gusta citar, establece la crónica. En esta forma elemental que es la crónica nos movemos en el ámbito de “lo que se ha visto” en términos de evidencia sensible y de la expresión de las “verdades de hecho” (justifica nuestra afirmación el hecho negativo de que la forma primaria de negar las verdades de hecho, en este texto, sea la distorsión de la crónica sin más). No obstante, claramente Arendt piensa que los historiadores narradores van “más allá” de la crónica. Lo que deben conservar y transmitir no es, dice Arendt, “información periodística”, ni tampoco “el conjunto de los hechos”. El objeto de una narración que busca dilucidar el sentido de la verdad factual es “la realidad”, “lo que es”, que “es diferente a la totalidad de los hechos y acontecimientos y es más que ellos”. Quien “dice lo que existe” imprime un “orden narrativo”, en cuyo marco “los hechos pierden su carácter contingente y adquieren cierto significado humanamente captable” (Arendt, 1996: 275).
Es precisamente en esta tarea de articulación, que es una también una de “construcción-fabricación” para la autora de La Condición Humana (Arendt, 1993: 186), que se puede generar ese asentimiento general que Arendt liga al efecto de los grandes relatos y que denomina “reconciliación” (1996: 275). Si nos concentramos en otros textos de la pensadora, parte de esta elaboración, que explica su efecto de generar un asentimiento en un campo donde, como dice la autora, caben muchas dudas de que seamos capaces de “verdad” en el sentido de aceptar una evidencia incontestable, es que se sitúa entre la memoria, con toda su dimensión personal, experiencial y afectiva –del pasado vivido– y el “sentido” que sin dudas tiene esa dimensión pública elemental del lenguaje como tal (si bien el narrador puede, y sin dudas es una de sus cualidades, transformarlo para decir “lo que nos pasó”, para hacerlo “comprensible”). Esto es, “da forma” o “sentido”, por un medio narrativo-lingüístico, a una memoria ligada a pasiones que no nos permiten actuar, una memoria fijada a la repetición y a la irreversibilidad del pasado como ya sido, transformando, como señala Arendt, “el dolor” en “lamento”, la dicha en “alabanza” (Arendt, 1996: 275). Un aspecto fundamental para el tema que estamos considerando es la dimensión de comunidad que habilitan los relatos: si existen ciertas narrativas ejemplares –verdaderas en el sentido ejemplar– es porque logran la elaboración de un “orden significativo” que permite ubicar “lo que nos pasó” y “lo que hicimos” en el horizonte de comunicabilidad de una experiencia propia que aparece como una común. En un estricto sentido, “lo que es” aparece como “destino común” (Arendt, 1990: 30-32).
Ahora bien, dicho esto respecto de las funciones reconciliadoras de la narración histórica que puede emerger a partir del descubrimiento de las verdades de hecho (pero que sin dudas no son equivalentes), hay un aspecto a nuestro entender nodal para aprehender las tensiones entre la enunciación de las verdades de hecho y la posibilidad de una narración fundada en ellas: hay “hechos” con los que no hemos podido reconciliarnos, esto es, que no hemos podido comprender ni incorporar en nuestra lengua común, que se “resisten” a la comprensión en el sentido que veíamos desarrollando. Como señalaba la autora respecto de las verdades de hecho y su a veces intratable realidad, “la realidad, con mucha frecuencia, infringe la entereza raciocinante del sentido común tanto como infringe el provecho y el placer” (Arendt, 1996: 264).
De este tipo son algunos hechos vinculados con los sistemas del terror creados por modos de gobierno en cuyo centro se encuentran los campos de concentración y exterminio, así como los hechos vinculados con la conducta criminal de los agentes que pusieron en marcha ese gobierno. Entiendo que esta constatación no es el punto de llegada de la obra de Arendt, sino su punto de partida: ¿cómo comprender lo que no debería haber sucedido? En el nivel más inmediato, como investigadora, la respuesta de Arendt en Los Orígenes es la de una necesidad de “soportamiento” de un peso, de unas preguntas, de una tensión, pero también la de la necesidad de una “dilucidación” que no tiene un “fin”. Entendemos que no por medio de afirmaciones explícitas, pero sí por medio de sus fuentes –tan diferentes como los testimonios de los sobrevivientes, los tribunales y las escenas de justicia, la historia, la prensa, la propia literatura– la autora busca en aquellos dispositivos y artefactos que, por una lado, hacen posible la enunciación de las verdades de hecho que así llegan y habitan el presente de manera frágil, y, por otro, se constituyen en lugares en los que, dada la radicalidad y la intratabilidad de los hechos de fondo, emergen ciertas narrativas que no pueden tomar la forma de la reconciliación. Por una parte, la autora nos previene de que los relatos pueden tomar la forma, por largos períodos, de narraciones recurrentes (Arendt, 1990: 31) que no pueden adquirir esa materialización y permanencia que sólo el poeta, o el historiador, puede proporcionar al encontrar una narrativa formada que no “domina nada”, sino que permite aceptar lo sucedido, sin sucumbir mansamente a su peso. Por otra parte, la autora nos permite pensar en narraciones fragmentadas y tensionadas, esto es, que sólo en el modo de la tensión, la irrupción y la dislocación, puede ofrecer no ya “reconciliación” pero sí eso que Arendt denominó, precisamente, al hablar de ciertos testimonios en la escena judicial, como momentos de verdad (Arendt, 2007: 235).
El punto fundamental que quiero sostener a partir de este desarrollo, tomando el caso argentino, es que la pretensión de asumir aquel peso no puede basarse en un diseño institucional ni en una política estatal que suponga la negación de las verdades de hecho más elementales respecto del “pasado reciente”, ni de aquellos dispositivos institucionales, como las instancias judiciales, que ha mostrado ser fundamentales para su descubrimiento, resguardo y verificación. Las verdades de hecho, diríamos siguiendo a Arendt, son la única forma de la incondicionalidad que puede aceptar –si nos concentramos en la enseñanza de “Verdad y Política”– el espacio de la praxis y la opinión humanas con su “relatividad fundamental” (Arendt, 1990: 37). En este horizonte, entendemos que la reconciliación jamás podría ser una condición de la verdad, sino a la inversa. Arendt no cierra esta posibilidad. No obstante, su surgimiento depende de condiciones que permiten poner en duda que eso sea posible bajo la escena alternativa de justicia política que imagina Claudia Hilb.
III. El debate por la opción penal: la verdad de hecho y verdad narrativa en el caso argentino.
Volvamos entonces a la pregunta: ¿cuál es la acción político-estatal que debe llevar adelante quien busque asumir un compromiso con las verdades de hecho (Arendt, 1996; 274), verdades ligadas a un pasado de violencia política que ha involucrado a los agentes estatales no sólo en crímenes aberrantes sino también en un plan sistemático para su ocultamiento? ¿Qué tipo de acciones cabe promover –cuarenta años después– ante un silencio casi absoluto de los perpetradores de crímenes aberrantes como el secuestro, la tortura y la desaparición de personas, un silencio sobre verdades de hecho tan elementales y fundamentales como el destino de los cuerpos o el destino de los bebés nacidos en cautiverio? ¿Es este silencio un argumento para pensar en una crítica de la opción por la justicia?
En el horizonte de estas preguntas quisiera pensar en lo que queda de este artículo en una defensa del dispositivo jurídico penal como un modo de aseguramiento de las verdades de hecho, tal como las hemos definido en los apartados anteriores, y como un espacio de dilucidación de su sentido, que no debe confundirse con la conquista de una trama narrativa, pero que contribuye a tejerla. En ese sentido, intentamos ofrecer una lectura alternativa a la planteada por Claudia Hilb respecto de la reapertura de las causas penales por delitos de lesa humanidad en la Argentina, así como, en general, respecto de las bondades de sujetar la verdad, o “condicionarla” a una “reconciliación” entre las partes postulada “desde arriba”.
Nuestra idea es que hay un núcleo de sentido ético y político ligado a la capacidad y la actividad de juzgar y a sus procedimientos, que involucra un compromiso activo –y sobre todo incondicionado– del Estado con el descubrimiento- desocultamiento de la verdad de los crímenes. El compromiso estatal con los procesos judiciales no es un compromiso con el castigo, sino con la postulación y el aseguramiento de una esfera que pueda sustraerse a la lógica del interés y de los poderes fácticos –en el nivel más bajo de la política para Arendt–, así como también de las disputas interminables de las opiniones –en el nivel más alto y valorable de los asuntos humanos según la autora judío alemana– para “decir la verdad” acerca de los hechos objetos del proceso, y así “hacer justicia” al acusado y a la víctima.
Sin dudas el Estado argentino, en 1983, asumió esa responsabilidad y ese compromiso, no sólo con la elevación a juicio a los más encumbrados responsables en el campo militar –a las juntas militares que gobernaron el país entre 1976 y 1983–, sino también con la reconstrucción de la verdad de hecho. Efectivamente, dos años antes de la realización del ejemplar “Juicio a las Juntas”, el gobierno de Alfonsín creo la Comisión de la Verdad (CONADEP) cuya ardua labor resultó en un libro de estilo “realista”, sin narrativa, y con pocas valoraciones (salvo los prólogos), que incluía miles de testimonios acerca del terror ejercido por la última dictadura. Como señala Crenzel respecto del libro que fue el producto del trabajo de esa comisión: “De estilo factual y realista, Nunca más presentó el carácter sistemático de las desapariciones y la existencia de un sistema clandestino de alcance nacional, bajo la responsabilidad de las Fuerzas Armadas” (2012: 35). Por otra parte, la verdad recogida por la CONADEP fue posteriormente contrastada en el Juicio a las Juntas, dado que conformó la base más importante para la acusación preliminar. En ese marco, la sentencia suponía la ratificación a nivel probatorio judicial de las verdades del Nunca Más.
Es precisamente en esta articulación, no obstante, donde ciertas críticas contemporáneas han apuntalado sus objeciones: esto es, a la consolidación, durante la denominada transición democrática, de un “paradigma punitivo” para abordar el proceso de violencia política en la Argentina, que tiene efectos duraderos en los procesos de conocimiento demasiado centrados en “la evaluación de las pruebas sobre hechos materiales concretos y la determinación de culpabilidades e inocencias” (Crenzel, 2012: 34).
A los fines de poner en duda el camino sugerido por Hilb, nos parece importante profundizar en qué es lo que la autora entiende como la “búsqueda de una verdad más compleja”.
Así, la autora piensa que el objetivo de los procesos post-transicionales debe ser la “reconciliación” de los antiguos actores-adversarios políticos, y esto es lo que su generación debería legar treinta años después, por medio de un relato que “se aparte de la repetición vindicativa o resentida de una fractura que terminó en el terror” (Hilb, 2013: 77). En ese marco, Hilb entiende que la opción penal obstaculiza todo ese ciclo de la verdad que imagina: silencia a los actores principales por temor al castigo, o juicio social, no les permite asumir su responsabilidad “común” en el surgimiento de la violencia política, no se logra un relato común que pueda transmitirse. A riesgo de ser repetitiva, la autora no señala que sea necesario ir más allá de los juicios penales en pos de “la búsqueda de explicaciones históricas y políticas y la indagación sobre los conflictos e intereses que motorizaron la violencia o la determinación de responsabilidades políticas y morales” (Crenzel, 2012: 34), sino que es necesario pensar en un dispositivo institucional que suspenda la opción penal –y la lógica de la culpabilidad penal– para así hacer lugar a la enunciación de una verdad de hecho que tuviera efectos sobre la asunción de “responsabilidad” de los agentes de violencia política –esto es, que los “confronte con”– para, finalmente, lograr la “reconciliación”.
En primer lugar, quisiera hacer una observación sobre los problemas de una política estatal que favoreciera a una de las “partes” –suspendiendo las consecuencias jurídicas de sus actos criminales, bajo la expectativa –noble, sin dudas– de la obtención de una verdad más compleja. En este terreno, no es sólo que pierde en justicia, sino sobre todo en esa imparcialidad que ha asegurado –hasta donde eso es posible– el descubrimiento de verdades de hecho ligadas a acciones criminales que han vulnerado gravemente la dignidad humana: esto es, un procedimiento que busca establecer la ocurrencia de determinados hechos y vincular jurídicamente a determinados sujetos a esos hechos probados, independientemente de que los sujetos reconozcan o no esa culpabilidad. No está de más repetir este hecho: en un contexto en el que tratamos con actores que no se han quedado en silencio respecto de su participación general en los procesos de represión estatal como funcionarios, pero sí acerca de su participación en actos concretos. ¿Puede el Estado favorecer a una de las partes (a la sazón, pero esto no es lo fundamental para el argumento, la parte que cometió hechos aberrantes y que los sigue cometiendo al mantenerse en silencio sobre el destino de los cuerpos y de los niños nacidos en cautiverio) para conseguir una “verdad más compleja” que estaría ligada a la posible asunción de la responsabilidad de los actores, y, al fin, una “reconciliación entre las partes”?
IV. La dilucidación jurídica y la escena de justicia: el caso de la verdad testimonial.
En este último apartado planteo una digresión final, que nos corre un poco de la argumentación central pero que, esperamos, se mantiene en línea con todo lo planteado en estas páginas. Hemos sugerido, con Arendt, que el dispositivo jurídico de los juicios es un modo de aseguramiento de las verdades de hecho tal como las hemos definido en los apartados anteriores. Lo que ahora intentamos explorar es la idea, ya sugerida, de que esos dispositivos también pueden pensarse como espacios de aparición de “momentos de verdad” que exceden a la enunciación de verdades de hecho, que no deben confundirse con la conquista de una trama narrativa, pero que pueden contribuir a tejerla. Estos momentos de verdad operan como momentos de “sentido”, pero no se obtienen por la articulación sin fisuras de la lógica de veridicción judicial y de lo que denominamos anteriormente las narraciones verdaderas, puesto que esto es improcedente, sino bajo la forma de una tensión o una resistencia, que se produce, en especial, en la enunciación de los testimonios de los sobrevivientes del terror en escenas judiciales. Uso esta expresión, “momentos de verdad”, en toda su fragilidad semántica, porque es una que la misma Arendt usó en esa reflexión sobre los juicos llevados a cabo en Alemania en 1965, treinta años después de Auschwitz: “En lugar de la verdad, con todo, el lector encontrará momentos de verdad, y esos momentos son realmente el único medio de ordenar este caso de depravación y maldad. Los momentos surgen inesperadamente como oasis en el desierto. Son anécdotas que nos dicen con simple brevedad de qué se trata” (Arendt, 2007a: 235).
A través de algunos ejemplos, exploramos algunos de esos “momentos de verdad” que no podrían surgir sino en una escena de justicia, pero que exceden a la verdad de hecho; que nos ofrecen fragmentos de sentido, pero que no poseen esta estabilidad y coherencia brindadas por el horizonte de un “relato”; que plantean preguntas y que están ahí para interpelar a nuestra comprensión.
El primer ejemplo muestra un “momento de verdad” que surge de la tensión entre los dispositivos judiciales para decir la verdad, con sus procedimientos específicos, y la verdad del testigo, que en el caso de los crímenes que estamos considerando tiene que ver con el testimonio acerca de la desaparición, tortura propia y ajena y asesinato de otras personas. Como ha señalado la propia Arendt en el caso de sus severos juicios en Eichmann en Jerusalén, la escena judicial establece el alcance y los límites de lo que allí puede manifestarse como verdad: límites impuestos por las reglas procesales, las pruebas admisibles y la imposibilidad que tiene el juez de investigar más allá de los hechos objeto del proceso. En ese marco, no obstante, la propia Arendt indica que existen testimonios que escapan o que tensionan al público planteando en este contrapunto, por una vía negativa, “una verdad más compleja”. Debo a Claudia Bacci el precioso ejemplo que traigo, del primer Juicio a las Juntas, en 1985. Refiriéndose al inicio de las declaraciones de los testigos, con sus reglas procedimentales, Bacci comenta:
A continuación del juramento y antes de la lectura de las generales de la ley, los testigos deben certificar sus datos de identidad. Este paso aparentemente sencillo implicaba en el marco del juicio abrir una zona de incertidumbre cuya enunciación mostraba el alcance temporal y social de las políticas de terror de la dictadura. Esa zona se hacía visible cada vez que las/los testigos cuyas parejas se encontraban desaparecidas debían establecer su “estado civil” ignorando el destino de sus parejas en la “máquina concentracionaria”. María Elena Mercado, “desconoce” su estado civil porque sabe que su esposo fue secuestrado, pero nada sabe de su destino posterior excepto su cautiverio en un centro clandestino. Sixta Amelia Schiaffo de Del Conte intenta dar sentido a su no-saber aunque solo puede hacerlo en presente, así cada día debería decir “en estos momentos pienso… viuda”. María Teresa Bodio supone sin saber – “No sé… viuda, supongo” –, y aunque durante el juicio compañeros de cautiverio evocan haber compartido el cautiverio nadie sabe qué fue de él. Susana Leonor Caride por el contrario, no lo sabe en presente y aun así “lo tiene”: “Bueno, no lo sé actualmente, tengo a mi marido desaparecido” (Bacci, 2017: 13-14).
Es en la tensión inherente al propio dispositivo judicial, cuyos requerimientos no pueden ser cumplidos por todos los testigos, que aparece la verdad de la desaparición de las “parejas” que se encuentran “ante un vacío de identidad que tenía efecto transitivo e inauguraba en la declaración de su propio “estado civil” el abismo que se abría ante el estatuto de la desaparición de sus parejas” (Bacci, 2017: 13-14). En este “no saber y suponer”, “en este momento presente” aparece toda la malla de eufemismos, pero también la experiencia de “la nominación imposible” que da cuenta de una verdad que es resto del pasado en el presente: una escena de cuerpos sin nombre y de nombres sin cuerpo con los que “no sabemos” que hacer, una pregunta, más que un sentido, vacilantes intentos de nominación que sin dudas tardará muchos años, en el caso específico de las compañeras de desaparecidos, en ocupar un lugar en la vida política e imaginaria de la Argentina demasiado centrada en la figura de las “madres”, las “abuelas”, los “hijos” y las “hijas”.
El segundo ejemplo muestra otro de esos “momentos de verdad”, que surgen de la tensión entre los dispositivos judiciales para decir la verdad (con sus procedimientos específicos), el testimonio, y el mundo de la “opinión”. Debo al trabajo etnográfico de Mariana Tello esta escena reveladora: a riesgo de simplificar enormemente el problema, a los fines de hacer comprensible el carácter revelador de la tensión que intentamos retratar, puede ser útil traer a colación el concepto ya nombrado de “zona gris”, acuñado por Primo Levi en Los hundidos y los salvados, para pensar en el modo en que los nazis idearon la participación de las víctimas en su propia destrucción. Efectivamente, el escritor sobreviviente señala que éste es un concepto indispensable para pensar un aspecto aterrador del crimen totalitario, aspecto ligado con la voluntad de hacer partícipes como testigos, a las propias víctimas, de la tortura y muerte de sus compañeros, generando así una “apariencia a priori de complicidad”, que se extenderá luego a la decisión de “dejarlos vivir”. Lo que muestra el texto de Tello y el de otros autores, en el caso argentino, es que este modus operandi hipoteca la propia sobrevivencia con un manto de sospecha moral –que puede advertirse hasta la reapertura de los juicios en 2006–, sospecha que la sociedad argentina como tal mantiene respecto de los sobrevivientes. Entre los fenómenos más inquietantes y ambiguos de esta sospecha se cuenta la afinidad entre las públicas desvalorizaciones de los militares y sus defensores respecto del testimonio de los sobrevivientes como “colaboradores” (esta conducta se mantendrá en la mayoría de los juicios llevados adelante desde 2006) y la sospecha social, dicha en privado, de los compañeros de los ex militantes sobrevivientes como “traidores”.
En este marco, la decisión política de reabrir las causas judiciales en 2006 fue acompañada por la posibilidad de que los sobrevivientes pudieran aparecer como “querellantes” y no sólo como testigos de la muerte de sus compañeros (función que en general cumplieron en el Juicio a las Juntas). Si, en el caso del primer ejemplo que traje a colación, es la justicia la que debe “soportar” ese exceso y esa tensión con lo narrativo testimonial que sin dudas es fundamental para los espectadores, en este caso es la justicia con sus procedimientos la que protege y hace posible una aparición de la verdad testimonial de los sobrevivientes, sobre el trasfondo de una opinión común falsa, al menos respecto de la generalidad de los casos y del fenómeno general. En este marco, repongo a continuación el registro etnográfico de Tello del testimonio de Eduardo Pinchevsky, sobreviviente de La Perla (campo de secuestro, concentración y exterminio situado en las afueras de Córdoba). Por su condición de estudiante de medicina ocupó un lugar especialmente complejo, al ser obligado a presenciar continuamente sesiones de tortura. En la audiencia oral a la que fue citado a declarar durante la Mega-causa “La Perla”, relata su secuestro de la siguiente forma, según notas de campo de la antropóloga:
[…] habían pasado varias horas desde que me había ido de la casa (donde se desarrollaba una reunión de la JUP), entonces les dije que les iba a dar la dirección. En ese momento yo no evalué que no ser torturado por la picana me posicionaba en el lugar del no torturado, que el no luchar en esa batalla de la picana hacía que yo no fuera un torturado… entonces era un traidor… y así me sentía. Recién ahora soy consciente de que una vez que la víctima traspuso la puerta del Centro Clandestino está siendo torturado, por su indefensión, por su reducción a servidumbre, porque se convierte en un esclavo y está secuestrado por un Estado terrorista... y no lo digo yo, lo construyo a partir de que aparecen comentarios que dicen eso, escritos, no lo digo yo, lo dicen jueces federales, lo dijo el doctor Rafecas (Tello, 2014: 21).
En este caso, es el procedimiento judicial con sus reglas, su fijación al establecimiento de la verdad de hecho, es el que permite correr-tensionar modos arraigados de la opinión pública y que afectan de manera fundamental el conocimiento público, esto es, permite
[...] correr sutilmente ciertos límites sobre dimensiones estructurales y estructurantes que configuran el contexto evaluativo de los hechos: las de tiempo, espacio y persona. El “momento” en el que comienza la tortura no es ya la confrontación del prisionero con el dolor físico, sino la entrada a un universo de a-juridicidad mediante el secuestro. Con ello, el “umbral” del “campo” sufre también un ligero desplazamiento. En consecuencia, la influencia de la tortura como práctica sobre la persona desplaza también sus límites y los límites del grupo, para situarlo dentro del grupo de las víctimas” (Tello, 2014: 22).
Para que este “momento de verdad” aparezca ha sido necesario un marco de justicia que detenga el terror, por medio de la puesta en acto de sus procedimientos de veridicción, los que ubican y autorizan al sobreviviente como víctima, cuestionando y haciendo visible precisamente el tipo de mentira, o el error de conocimiento (sin dudas no son lo mismo) implicados en la acusación de traición o de colaboración.
Conclusiones
Al hablar de las bondades de los procesos judiciales, Arendt señalaba que en los tribunales se disuelve el horror que causa el “sistema” en su conjunto, puesto que “tratamos con personas en el discurso ordenado de la acusación, defensa y juicio”. Me interesa destacar, para concluir, que ella no se refería prioritariamente a que esto era fundamental para que los funcionarios nazis –que no se han quedado en silencio respecto de su participación en el sistema nazi, pero sí respecto de su responsabilidad en actos concretos– asumieran su responsabilidad. No obstante, ella depositaba una expectativa en las preguntas que estos juicios podrían generar respecto a temas políticos y morales tan centrales como la responsabilidad en el espacio público más general: “Y cuando venimos a la persona individual, la pregunta que hay que formular ya no es “¿Cómo funcionó este sistema?”, sino “¿Por qué el acusado se hizo funcionario de esta organización?’” (Arendt, 2007: 82).
Estas eran preguntas que Arendt lanzaba, insisto, al escenario público: que ella misma se hizo y le hizo a Eichmann. Y lo que ella descubrió fue que ese hombre de carne y hueso no podía responder a esta pregunta desde una perspectiva moral, esto es, como agente. La respuesta de Arendt fue un libro que nos hizo ver esos momentos de verdad, esos destellos que nos permiten escuchar “lo sucedido” en la voz de un funcionario nazi, para comprender. Al escuchar el relato del oficial nazi acerca de su ingreso al partido nazi, comprendemos, con Arendt, que la enseñanza aquí puede ser que “no hay nada que comprender”. El inicio de la novela de su vida, tal como Arendt nos la cuenta, es de una aguda claridad narrativa. Cuando su amigo Kaltenbrunner le propone ingresar en las SS, Eichmann está a punto de ingresar en una organización de naturaleza totalmente distinta, la logia masónica de Schlaraffia, una organización filantrópica orientada a “cultivar en común el humor y distintas diversiones”. No obstante, al ser el protagonista expulsado de la sección de aspirantes por el pecado que aún en el banquillo de acusados lo ruboriza, invitar a sus compañeros a una copa, queda liberado para aceptar la propuesta. Sobre esta aceptación, señala Arendt: “Como una hoja impulsada por el viento de otoño, Eichmann se alejó de la Schlaraffia, del País del nunca jamás, con mesas dispuestas por arte de magia y pollos asados que por sí solos volaban a la boca del comensal o, para decirlo con más justeza, de la compañía de respetables filisteos con títulos universitarios y sólidas carreras, dotados de humor refinado, cuyo peor vicio probablemente era su aflicción a bromas pesadas, para ingresar en las filas de quienes luchaban para iniciar el Milenio alemán que debía durar exactamente doce años y tres meses” (Arendt, 1967: 55) ¿Cómo no leer, en este relato que usa esa metáfora homérica de la raza de los hombres como una similar a la de las hojas, la superficialidad del mal, el secreto de que lo que hay que comprender es una vaciedad contra la choca la comprensión?
Son estas tensiones, solapamientos y dislocaciones de los totalitarismos y las dictaduras, pero también de la resistencia a ellos, los que han colocado sobre nuestros hombros una serie inacabada de preguntas que debemos hacernos como pensadores y pensadoras de nuestro tiempo y de nuestra comunidad, poniendo en movimiento su reflexión sobre sí misma. Sin dudas, el viento terrible del pensar, que nos deja solos y desamparados, debe encontrar el modo de volver a casa, que es la de todos los mortales. Sin dudas se trata de pensar ese retorno de la manera más amplia, una casa que este en el mundo, no una que se agote en el terruño que añoraba Heidegger. De la misma manera que en “Verdad y Política” Arendt señala los límites que la razón política no puede transgredir sino a riesgo de perder el suelo bajo sus pies, podemos afirmar que ese camino de retorno tiene que poder pensar en una protección de esa base frágil, que no como un trabajo conservador, sino de conservación de una “verdad” que es un peso, que es nuestro único punto de apoyo, y que “está viva”. En este trabajo de conservación, como hemos intentado mostrar, también se trata de dilucidar, de abrirse paso en la intratable realidad de los hechos para encontrar un sentido, también frágil, o su ausencia. Que esta búsqueda implica cierta fe en lo que los hombres podrían hacer “con lo que han hecho de ellos”, forma parte de esa valoración “realista” de las instituciones jurídicas, que, creemos, ofrece las condiciones para plantear de manera menos ingenua, toda la demanda de hacer hablar a los “testigos” victimarios, suspendiendo la opción judicial.
También se trata de una valoración, en los mismos términos, del “trabajo de las Humanidades” en el horizonte de la estatalidad moderna, con lo que quiero concluir. Efectivamente, el texto por el que hemos rondado en todo este artículo, inicia con la siguiente constatación:
Hasta donde la Academia recuerda sus antiguos orígenes, debe saber que se fundó como la oposición más determinada e influyente de la polis. Sin duda el sueño de Platón no se hizo realidad: la Academia jamás se convirtió en una contra-sociedad y no tenemos noticias de que las universidades hayan intentado en algún lugar hacerse con el poder. Pero lo que Platón jamás llegó a soñar se hizo verdad: el campo político reconoció que necesitaba de una institución externa a la lucha del poder, además de la imparcialidad que requería en la administración de justicia (…) Muchas verdades incómodas salieron de las universidades y muchos juicios inoportunos salen una y otra vez de los tribunales; y estas instituciones, como otros refugios de verdad, quedaron expuestas a todos los peligros derivados del poder social y político. No obstante, las posibilidades que la verdad tiene de prevalecer en público mejoraron, desde luego, por la mera existencia de entidades como esas, por la organización de los estudiosos relacionados con ellas. Casi no se puede negar que, al menos en los países que tienen gobiernos constitucionales, el campo político reconoció, aun en casos de conflicto, que está interesado en la existencia de hombres e instituciones sobre las que no ejerza su influencia” (Arendt, 1996: 274).
¿Cómo pensar la relación del “trabajo de las humanidades” en tanto áreas que investigan, vigilan e interpretan la “verdad de hecho” y los documentos humanos con esa otra institución que la autora entiende que cumple una función política fundamental, la de “administrar justicia”?
Respecto de la resistencia ante la magnitud y el peligro que supone para la humanidad esa escena común de cuerpos sin nombre y de nombres si cuerpo que vuelven como pesadilla, relámpago, asedio, fantasma, Hannah Arendt anota en su Diario Filosófico: “Para hacer frente a la ficción no hay más que un camino, a saber, atenerse a la realidad” (2006: 638).
Por supuesto, esto no puede querer decir un abandono de la imaginación, los relatos y la literatura en nombre de un empirismo banal. El lento y abigarrado proceso que ha permitido la reapertura y continuidad de los juicios de Lesa Humanidad en la Argentina, la creación de un numerosos Sitios de la memoria en ex centros de detención y exterminio, en los que se llevan adelante tareas de investigación, de formación, de información; el subsidio de investigaciones por los organismos de Ciencia y Técnica de nuestra Nación, el trabajo de los equipos de Antropología Forense, el acompañamiento psicológico de los testigos en las diferentes causas judiciales, las maestrías y especializaciones de DDHH, la incorporación de los DDHH en la formación desde nivel inicial hasta la educación superior, son testigos y agentes de un lento trabajo de desmontaje, en los que el trabajo de la verdad ha sido una conquista cotidiana y bifronte: se trata, por un lado, de poner un freno a los poderes fácticos que dentro y fuera de la estatalidad han contribuido a generar dispositivos de negación de las “verdades de hecho” que dan testimonio de su dominación y violencia, por el otro, de archivar, conservar y poner a disposición de la luz pública el único suelo del que pueden brotar “momentos de verdad”, y tal vez narraciones verdaderas sobre “lo que es”, así como disputas políticas que eviten el resbaloso suelo de ese reverso de la verdad, del que Montaigne decía: tiene mil formas y un campo ilimitado.
Gombrich insiste en que un aspecto esencial del trabajo de las Humanidades es el de adquirir y mostrar cierta idea de “orden” de lo humano, sin el cual no podríamos realizarnos como “espíritu” en el horizonte de nuestra experiencia con el mundo, con nosotros mismos y con los otros (Gombrich, 1991). Nos preguntamos en qué medida es posible mantener este noble propósito ante los espectáculos de crueldad de los que hemos sido testigos. Teniendo en cuenta lo desarrollado de manera muy simplificada en este texto, dada la hondura de lo que está en juego, traigo una imagen final para pensar el “trabajo de las humanidades”. Cuando todo parece perdido en Antígona –“del ser humano victorioso que viaja sobre las olas hemos pasado a criaturas inmovilizadas en prisiones de roca, de la luz del sol que resplandece sobre Tebas, a una cámara sin aire” (Nussbaum, 2004: 122)–, hace su aparición Tiresias, un viejo sabio ciego conducido por un niño. De su comunidad, señala la autora de La fragilidad del bien, una comunidad que depende de aceptar una “pasividad” que es un infortunio y una fragilidad sin sucumbir a la inmovilidad, “brota la posibilidad de acción”.
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Citas periodísticas
https://www.infobae.com/2013/05/17/711088-videla-y-su-historica-explicacion-los-desaparecidos/
1Paula Hunziker, Universidad Nacional de Córdoba. Dra. en Filosofía con una tesis sobre la lectura arendtiana de Kant, en el marco de la crítica al platonismo político. Coordinadora del área de Filosofía del Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades, UNC, Argentina, Profesora de las cátedras Filosofía Contemporánea, y Ética II. Organizadora de la Jornadas Internacionales Hannah Arendt, desde 2006, paulahunziker@gmail.com
2Es interesante como tema de futuras investigaciones la lectura conjunta que, por esos años, se realiza de Eichmann en Jerusalén, y el famoso experimento de Milgram. Para los problemas que trae esta articulación cuando se convierte en una justificación de la obediencia, cf. Leivovici, M.-Roviello, A., (2017). Le pervertissement totalitaire: la banalité du mal selon Hannah Arendt, Kimé: París.
3Cabe aclarar que esa denominación no es la utilizada por la autora. Esta designación forma parte de las actuales discusiones sobre el paradigma de la justicia transicional (Fígari Layus, 2015). A nuestros fines, lo importante es dejar claro que el debate tiene que ver con la rehabilitación estatal de la opción por la justicia penal. Como veremos, si bien esta crítica intenta dejar indemne la validez o la ejemplaridad del Juicio a las Juntas, no siempre lo logra, dadas las premisas de su argumentación.
4Este hecho ha sido muy bien retratado usando categorías arendtianas por el pionero y excelente libro de Calveiro, P. (1995). Poder y Desaparición. Los campos de concentración en la Argentina. Buenos Aires: Colihue.
5Efectivamente, la “desaparición” tal como es retrata por el entonces presidente Videla, puede ser pensada como una “imagen total” en ese sentido. Al ser indagado acerca del destino de los secuestrados de manera ilegal por el gobierno militar, éste respondió: “Argentina atiende a los DDHH en esa onmicomprensión que el término significa (…). Frente al desaparecido en tanto esté como tal, es una incógnita. Si el hombre apareciera tendría un tratamiento X y si la aparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está… ni muerto ni vivo, está desaparecido”, en: https://www.infobae.com/2013/05/17/711088-videla-y-su-historica-explicacion-los-desaparecidos/
6Hacia el final de nuestro artículo, nos detendremos en un aspecto fundamental que han aportado las actuales escenas de justicia respecto de este rasgo.
7https://www.lanacion.com.ar/politica/juan-jose-gomez-centurion-sobre-los-desaparecidos-son-22-mil-mentiras-nid1980180
8Seguimos en general un texto más breve: Hilb, C., (2012) “Justicia, reconciliación, perdón. ¿Cómo fundar una comunidad después del crimen?”, en Smola, J., Bacci, C., Hunziker, P (comp.), (2012). Lecturas de Arendt, Córdoba; Brujas. No obstante, tenemos presente el texto más amplio, con el mismo título: Hilb, C., “¿Cómo fundar una comunidad después del crimen?”, en Torres S. (Edit.) (2013). Revista Discusiones N° XII, Sección I, pp. 9-30.
Si bien sigue siendo clave la información recabada por CONADEP, la sentencia del juicio a las juntas, y aquella evidencia recolectada en los Juicios por la Verdad.
10En este sentido: “Los nuevos juicios ponen en el centro de la escena las tramas y responsabilidades materiales de la represión a escala local, facilitando el conocimiento y el reconocimiento de las violaciones a los DDHH en comunidades que antes se imaginaban a sí mismas al margen del proceso de violencia política y de los crímenes de Estado de los años setenta, o por fuera del interés de la justicia o de los poderes del Estado de derecho tras recuperarse la democracia” (Crenzel, 2012: 46).
11No analizaremos aquí la entera e interesante tauromaquia del espíritu que plantea la autora, y que comienza con la declaración pública de los crímenes, pasaría por el arrepentimiento, y culminaría en el perdón y la reconciliación entre los actores. Además de por razones de extensión, entiendo que esto no afecta mi objeción central que es que la reconciliación no es algo que los actores o las “partes” puedan darse al modo de las promesas, el perdón, o el arrepentimiento (en este sentido, según mi interpretación de Arendt, el concepto de reconciliación apunta a una aceptación de la “realidad”, o, dicho hegelianamente de “la historia”, no necesariamente de los actores). Menos que menos, algo que pueda surgir de la negación instrumental de una de las instituciones que asegura y preserva la verdad.
12Entiendo que la propuesta de Hilb no depende de pruebas empíricas para sus tesis. No obstante, dado que existen trabajos que sugieren mirar con cautela o muestran las dificultades del modelo africano, sería importante contar con estas investigaciones: Gready, P. (2011). The Era of Transitional Justice: The aftermath of the Truth and Reconciliation Commission in South Africa and Beyond, New York: Routledge.
13Me resulta interesante y lúcido el texto de Marie Luise Knott, quien apunta a “la risa” de Arendt como un modo de aceptación de lo real, en este caso, de la banalidad de Eichmann: una risa que no sucumbe mansamente a su peso, que desata y enseña, que “mantiene dispuesta la confianza en el hombre, la confianza en la fuerza de resistencia de lo humano”, Knott, M.L. (2016). Desaprender. Caminos del pensamiento de Hannah Arendt, Barcelona: Herder, p. 14.